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El reloj del despacho marcaba las cuatro y media de la tarde. El sol se filtraba a través de los ventanales altos, tiñendo el ambiente con un resplandor dorado que hacía ver las partículas de polvo flotando en el aire como si fueran diminutas luciérnagas atrapadas en un remolino invisible. Yo estaba, como de costumbre, hundido en un mar de papeles que parecían multiplicarse cada vez que intentaba reducirlos. Informes, cartas, balances… todo ese tedio administrativo que alguien tenía que encargarse de organizar. Y, claro, ese alguien era yo.
La mesa estaba cubierta casi por completo; apenas había un rincón libre donde reposaba mi taza de café, ya frío, y un tintero que parecía burlarse de mí cada vez que lo destapaba. El olor a madera encerada del despacho, mezclado con el polvo viejo de los documentos, me hacía sentir encerrado en un ambiente demasiado solemne para mi gusto.
—¿Por qué siempre termino yo haciendo esto? —murmuré, dejando caer la pluma y masajeándome el puente de la nariz—. Como si no hubiera mejores candidatos…
Me pregunto si este es el glorioso destino que me esperaba. Cuando era niño, pensaba que la adultez iba a ser emocionante, llena de aventuras, fiestas y libertades. En cambio, estoy atrapado en este despacho como un prisionero condenado a cadena perpetua. Mis manos deberían sostener una espada o, en el peor de los casos, una copa de vino… no plumas que manchan mis dedos de tinta. Y lo más ridículo es que nadie lo aprecia. Si organizo todos estos malditos papeles, no vendrá nadie a darme una medalla; pero si dejo el más mínimo error, entonces sí, todos a señalar con el dedo. Qué gloriosa ironía.
Con un bufido resignado, regresé al papeleo. La caligrafía de algunos escribas era tan desastrosa que juraba que necesitaba un don profético para descifrar sus letras. Ya estaba a punto de rendirme y fingir que había terminado, cuando escuché unos pasos ligeros acercándose por el pasillo. No eran pasos de sirvientes ni del mayordomo, demasiado apresurados y alegres para eso.
La puerta se abrió sin aviso.
—¡Noah! —la voz clara y chispeante de mi hermana menor irrumpió en la habitación como un rayo de sol colándose en una celda oscura.
Alcé la vista y, como lo supuse, ahí estaba ella: mi hermana, Isabelle, con su vestido azul claro que parecía haber sido escogido para resaltar la alegría en sus ojos. Su cabello, recogido en una coleta alta, se movía con cada paso enérgico que daba hacia mí.
—¿Qué haces encerrado aquí con esta cara tan seria? —preguntó, apoyándose descaradamente sobre la pila de papeles que yo acababa de ordenar.
—Intentando salvar a esta familia de la ruina económica, aparentemente solo —repliqué con sarcasmo, apartando sus manos del montón de documentos antes de que su entusiasmo lo desordenara todo.
Ella soltó una risita.
—Dramático como siempre.
Me dejé caer contra el respaldo de la silla, cruzando los brazos.
—Y tú escandalosa como siempre. ¿Qué te trae aquí? Normalmente evitas este despacho como si estuviera maldito.
Ella me miró con una sonrisa traviesa, como si llevara dentro un secreto demasiado grande para contenerlo. Y eso, precisamente, fue lo que me puso en alerta.
—Tenía que contarte algo. —Su tono se volvió repentinamente más emocionado, y sus manos se entrelazaron frente a ella como si le costara contenerse.
—Oh, no. —Me enderecé en la silla, ladeando la cabeza—. Conozco esa cara. Esa es tu “cara de travesura”. La misma que ponías de niña cuando ibas a acusarme con madre de que me había escapado de la clase de etiqueta.
—Noah, en serio. —Sus mejillas se tiñeron de un rubor evidente—. No es algo pequeño…
Levanté una ceja, sin poder evitar una mezcla de curiosidad y desconfianza.
—Bueno, dispara. Estoy preparado para lo peor.
Ella respiró hondo, se mordió el labio inferior y luego, con la misma naturalidad con la que alguien diría “hoy hace buen tiempo”, soltó:
—Estoy feliz porque… tengo un pretendiente.
El mundo se detuvo un segundo. Mi cerebro necesitó más tiempo del habitual para procesar esas palabras. ¿Un qué?
—¿Perdona? —dije alzando la voz más de lo necesario.
Ella rió nerviosa.
—Un pretendiente. Un caballero que… que me corteja.
Me puse de pie de golpe, la silla rechinando contra el suelo.
—¿¡Y se puede saber desde cuándo pasa esto!?
No. No, no, no. Esto no puede estar ocurriendo. Mi hermana, mi pequeña hermana, la que todavía hace unos años corría detrás de mí con un muñeco roto en las manos, ¿ahora viene a decirme que un hombre anda rondándola? ¿Qué sigue? ¿Que quiere casarse? ¡Imposible! No puedo permitir que un cualquiera, con sonrisas bonitas y frases ensayadas, se acerque a ella. He visto demasiados idiotas en este mundo como para confiar en uno solo. ¿Y si la engaña? ¿Y si la lastima? No, jamás. Antes prefiero enfrentarme solo a todo el consejo de nobles que dejarla caer en las manos equivocadas. Maldita sea, ¡mi hermana no es un premio de feria que cualquiera pueda reclamar!
Ella retrocedió un paso al ver mi reacción, pero su expresión se mantuvo firme.
—Noah, cálmate.
—¿Cómo quieres que me calme? —repliqué, caminando alrededor de la mesa como un animal enjaulado—. ¿Quién es? ¿Cómo se llama? ¿De qué familia proviene?
—No te lo diré.
Me detuve en seco, girando hacia ella con una mezcla de incredulidad y furia.
—¿Qué quieres decir con “no te lo diré”?
Ella cruzó los brazos, intentando aparentar seguridad.
—Exactamente eso. No pienso decirte quién es. No todavía.
—¡Claro que lo dirás! —golpeé la mesa con la palma abierta, haciendo temblar los papeles—. Soy tu hermano mayor, y tengo derecho a saberlo.
Ella negó con la cabeza.
—Noah, confía en mí. Estoy feliz… y quiero que confíes en mi decisión.
Confiar. La palabra me sonó casi ofensiva.
—Confiar… —repetí entre dientes, como si el sabor de esa palabra fuese amargo.