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El dolor en mi tobillo era una maldita tortura. Cada vez que intentaba moverlo, aunque fuera un poco, sentía como si cien agujas se clavaran a la vez. Me recosté en el amplio sillón de la sala principal, con un cojín bajo la pierna, mientras el doctor hurgaba y presionaba con sus dedos huesudos.
La sala estaba iluminada por lámparas de aceite que despedían una luz cálida, reflejándose en los cuadros de paisajes que colgaban en las paredes. El ambiente tenía ese olor a madera vieja y a medicina que me recordaba a los hospitales: desagradable, sofocante. El reloj de péndulo en la esquina marcaba cada segundo con un tic-tac que sonaba como una burla constante a mi paciencia.
Me mordí el labio con fuerza.
—Maldito seas… maldito Brom… maldita carta… maldita escalera… ¡maldita sea mi vida entera! —refunfuñé, apretando los puños mientras el doctor seguía tocando el tobillo como si fuera un juguete.
El hombre, que llevaba lentes tan gruesos que parecían lupas, chasqueó la lengua.
—Si no deja de maldecir, joven Noah, tendré que pedirle silencio para poder concentrarme.
—¡Pues concéntrese más rápido! —gruñí, encogiéndome cuando apretó un punto que me hizo ver estrellas—. ¡Ahh, demonios!
Brom estaba sentado en el sofá frente a mí. Cruces de brazos, piernas estiradas, postura recta como una estatua. Me observaba en silencio con esa cara de calma distante que siempre me sacaba de quicio.
—No deberías gritarle al doctor —comentó con voz suave—. Está ayudándote.
—¿Ayudándome? ¡Me está arrancando el tobillo! —repliqué, dando un manotazo al aire.
El doctor suspiró resignado.
—Lo único que haré es decirle que necesita reposo. Por lo menos una semana sin apoyar este pie. Si fuerza demasiado el tobillo, podría empeorar.
Una semana.
Una semana en reposo… una semana atrapado en esta casa, sin poder salir, sin poder ir a buscar a mi hermana, sin poder impedir que Brom le sonría como si fuera un caballero perfecto. ¡Una semana entera de impotencia! Es como si el universo se burlara de mí, encadenándome en el peor momento posible. No, no pienso quedarme aquí mirando cómo todo se derrumba. En cuanto pueda moverme, regresaré a mi casa y le sacaré esa idea de la cabeza. Le gritaré si es necesario, la haré entrar en razón. No permitiré que Brom —ni ningún otro claro— se meta con ella. Lo juro por todo lo que soy.
Respiré hondo, intentando ignorar el calor de la rabia mezclado con el punzante dolor.
—En cuanto vuelva a mi casa, le sacaré esa tontería de la cabeza —dije en voz alta, desafiante, como si Brom no estuviera ahí.
Él arqueó una ceja.
—Solo podrás regresar si le pides perdón primero.
Le clavé la mirada.
—¿Qué has dicho?
—Lo que escuchaste. —Su tono seguía igual de sereno, pero sus ojos brillaban con firmeza—. No regresarás a tu casa hasta que le pidas disculpas a tu hermana.
Solté una carcajada incrédula.
—¿Tú me estás dando órdenes?
—Noah, este no es un juego. La heriste. Si quieres volver, primero debes enmendarlo.
Lo ignoré con un bufido, girando el rostro hacia otro lado.
—Haz lo que quieras, Brom. No pienso obedecerte.
El doctor, que terminaba de anotar en su libreta, se levantó y me dio el diagnóstico con voz monótona.
—Reposo absoluto. Nada de movimientos bruscos. Le enviaré una venda especial para mantener el tobillo firme.
Me limité a gruñir en respuesta.
Cuando el hombre se fue, Brom permaneció sentado, impasible. Luego habló de nuevo:
—Ya que no me diriges la palabra, no será necesario que pagues por la revisión.
Giré hacia él con furia en los ojos.
La noche llegó. El mayordomo dispuso la cena en el comedor, con candelabros encendidos y platos de porcelana relucientes. La comida olía delicioso, pero yo apenas probé bocado.
Brom estaba al otro extremo de la mesa, tan erguido como siempre, cortando su carne con una precisión que parecía calculada. Finalmente, fue él quien rompió el silencio.
—Si piensas quedarte en mi casa, al menos deberías hablarme.
Levanté la mirada, con una sonrisa amarga.
—¿Hablarte? No pienso hablar con alguien que quiere acostarse con mi hermanita.
El sonido de los cubiertos al posarse sobre el plato resonó en la mesa. Brom alzó los ojos, y esta vez, su calma se veía teñida de dureza.
—Eso no es lo que busco con tu hermana.
Me quedé mudo por un instante, sorprendido por la seriedad de su voz.
—Ella es una mujer en sociedad, Noah. No puedes mantenerla encerrada como si fuese tu propiedad.
Mi puño golpeó la mesa, haciendo tintinear las copas.
—¡Ella no es tuya!
—Ni tuya tampoco —replicó, firme.
¡Cómo se atreve! Habla como si yo no tuviera derecho, como si mi preocupación fuera una prisión. No entiende que no se trata de controlarla, sino de protegerla. El mundo es cruel, sucio, está lleno de hombres como él: elegantes por fuera, pero con intenciones que apestan. Y ahora, escucharlo decir que ella es “una mujer en sociedad”… es como oír la sentencia de que ya no está bajo mi cuidado. No lo aceptaré. No mientras yo respire.
Me levanté de golpe, tambaleándome un poco por el dolor del tobillo, y lancé un puñetazo directo hacia él.
Brom fue más rápido. Se puso de pie, me sujetó los brazos y me empujó contra la pared. La presión de su agarre era firme, pero no violenta. Estaba tan cerca que podía sentir su respiración.
—Cálmate, Noah —dijo con voz baja, grave, casi un susurro que me heló la sangre—. No ganas nada comportándote así.
Lo fulminé con la mirada, forcejeando en vano.
—Escúchame bien, Brom. Si vuelves a acercarte a mi hermana, nuestra amistad llega a su fin.
Él me sostuvo la mirada unos segundos, luego se apartó lentamente, liberándome.
—No eres bueno para hacer amenazas —murmuró, dándome la espalda.
—¡Al diablo contigo! —grité, furioso—. ¡Dile al mayordomo que me ayude a subir las escaleras!