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El tic-tac del reloj de pie en la oficina de Brom era lo único que marcaba el ritmo del lugar. Ese sonido constante, preciso y solemne, era como un verdugo invisible que anunciaba mi condena: estar atrapado en esa habitación, observando cómo él se inclinaba sobre un montón de papeles, completamente indiferente a mi existencia.
La oficina de Brom era tan ordenada y sobria como él. Los estantes de madera oscura llegaban hasta casi el techo, cargados de libros de lomo elegante que seguramente nadie leía salvo él. En el centro, su escritorio, amplio y pulcro, con cada documento alineado como si se tratara de un ejército de hojas obedientes. Todo en ese espacio respiraba disciplina, control… lo opuesto absoluto a mí.
Yo estaba hundido en un sillón de cuero, con el tobillo vendado, y lo único que hacía era maldecir. Maldecir en silencio, maldecir en voz baja, maldecir en voz alta cuando el fastidio me ganaba.
—¡Tssk! —chasqueé la lengua, cruzando los brazos como un niño malcriado—. De todos los lugares en los que podía estar, tenía que quedarme aquí… con el traidor.
Brom no levantó la cabeza. Ni un gesto. La pluma siguió rasgando el papel como si mis palabras fueran un zumbido molesto de mosquito.
—¿Sabes qué? —dije, con tono venenoso—. He visto ataúdes con más calidez que tu oficina.
Nada. Ni siquiera un respiro distinto.
Me mordí el labio inferior y lo fulminé con la mirada, esperando alguna reacción.
—¡¿Piensas ignorarme toda la maldita tarde?!
La pluma se detuvo. El silencio, más pesado que antes, me atravesó los nervios. Brom levantó la mirada, sus ojos grises clavándose en mí con esa serenidad que siempre me sacaba de quicio.
—Noah —dijo con voz baja pero firme, como un cuchillo—. Si no vas a decir nada útil, cállate.
Tragué saliva. Un escalofrío recorrió mi espalda, pero no lo iba a admitir.
—¿Callarme yo? —me reí con ironía—. ¡Claro! Porque tú eres el amo del silencio y yo… el bufón de la corte, ¿no?
Me incorporé en el sillón, intentando ponerme de pie. Quería plantarme frente a él, demostrarle que no me intimidaba. Pero apenas apoyé el pie vendado en el suelo, un dolor lacerante me hizo gritar.
—¡Maldita sea!
El mundo dio un vuelco y casi terminé en el suelo, pero unos brazos firmes me sostuvieron antes de caer.
Brom me sujetó con una facilidad insultante, obligándome a sentarme otra vez en el sillón. Su rostro estaba tan cerca que pude sentir su respiración en mi frente.
—Lo mejor que podrías hacer —dijo con calma gélida— es tranquilizarte.
Lo aparté con un empujón débil, más simbólico que real.
—¡No necesito tu ayuda!
Él se limitó a ajustar su chaqueta y regresar a su escritorio como si nada hubiera pasado.
Yo ardía de rabia.
¡Demonios! Siempre igual… siempre con esa maldita calma. Brom podría estar en medio de un incendio y aún así hablaría como si nada pasara. Y yo… yo soy el desastre andante, el que se tropieza, el que grita, el que no puede ni ponerse de pie sin parecer un idiota. ¿Por qué me humilla tanto su forma de mirarme? Como si fuera… predecible, como si siempre supiera que acabaría perdiendo. No… no lo soporto. Y encima tiene el descaro de darme órdenes en MI presencia, como si fuese mi guardián. Él es el traidor aquí, no yo. ¿Y mi hermana? ¿Qué pensaría si lo viera ahora, jugando a ser el héroe que me sostiene cuando caigo? No, no, no… no puedo permitir que ella se acerque a él. Si es capaz de dominarme con una sola mirada, con ella sería aún peor. Y entonces sí lo perdería todo.
Inspiré hondo y grité:
—¡Mayordomo!
El eco de mi voz retumbó en la oficina como si hubiera lanzado una bomba.
Brom levantó la vista con evidente fastidio.
—¿Y para qué lo llamas ahora?
—Porque voy a salir de aquí.
Brom arqueó una ceja.
—¿Salir? Con ese tobillo, lo único que vas a salir es rodando por las escaleras.
Lo fulminé con la mirada.
—Prefiero eso a seguir oliendo tu aburrida tinta.
Cuando el mayordomo apareció en la puerta, me aferré a su brazo como si fuera un salvavidas.
—Ayúdeme a salir de aquí —ordené.
—¿De verdad? —murmuró Brom desde su escritorio, con un deje de burla en la voz—. ¿Ya te cansaste de molestarme? Qué pena… estaba empezando a disfrutarlo.
Me limité a apretar los dientes. Con la ayuda del mayordomo, logré salir de esa cárcel disfrazada de oficina.
El segundo piso me recibió con la calma de un corredor largo y alfombrado. Me llevaron hasta la habitación que me habían asignado y me recosté en la cama. El techo alto parecía burlarse de mí, recordándome lo insignificante que me sentía.
Me tapé el rostro con ambas manos.
—¡Maldito Brom! ¡Traidor, traidor, mil veces traidor! —escupí entre dientes.
¿Por qué me importa tanto? ¿Por qué me duele más imaginarlo con ella que el mismo tobillo roto? ¿Acaso soy tan egoísta que no quiero compartir ni a mi propia hermana? No… no es eso. Es que lo conozco. Conozco esa mirada, ese modo de acercarse, ese aire de superioridad que arrastra a cualquiera. Y ella… ella es inocente, mucho más que yo. No sabría defenderse. Yo sí. Yo sé quién es Brom de verdad. Lo he visto romperme con palabras, con gestos, con silencios. No voy a permitir que haga lo mismo con ella. Lo protegeré, aunque tenga que arrastrarme con este maldito tobillo.
El recuerdo de la noche anterior me golpeó de pronto. Brom sujetándome contra la pared, sus manos firmes en mis brazos, su voz tan cerca de mi oído.
Me estremecí.
—¡Argh! ¡No! —grité, golpeando la cama con el puño—. ¡No voy a pensar en eso!
Me giré hacia la ventana. Fue entonces cuando escuché el rodar de ruedas en el patio. Un carruaje.
Me arrastré con dificultad hasta asomarme, y lo vi: Brom subiendo con esa elegancia natural suya.
Un nudo se me formó en la garganta.
¿A dónde va? ¿Adónde demonios va ese traidor? ¿Será… será a verla? ¡Claro que sí! ¿Adónde más podría ir? Seguro ya planea ir a mi casa, a buscarla, a seguir envenenando su cabeza con palabras bonitas y su sonrisa arrogante. No… no lo permitiré. No puedo quedarme aquí como un idiota mirando desde la ventana. Si lo dejo ir ahora, si no lo sigo… podría perderla para siempre.