Celso Arklow tiró el cigarrillo con un movimiento experto de dedos y lo apagó con la suela de la bota, con mucho más entusiasmo de lo que suponía la operación. Le echaba la culpa a los castigos de la vida por haber retomado el hábito de tratar sus pulmones con humo cancerígeno, y el trabajo era uno.
Miró alrededor con ojos soñolientos, imaginando las siguientes horas. Este último empleo no podría ser peor. No obstante, era muy difícil encontrar uno que gustase. ¡Qué diablos! Era casi imposible encontrar alguno, agradecía la «suerte» que tenía a las hadas que habían supervisado su nacimiento. Si lo pensaba bien, verificar la porción de cinco kilómetros de tierra unida al río Hanubis no estaba para nada mal. Solo tenía que hacer de niñera para los que pretendían demostrar su masculinidad nadando en áreas peligrosas y encontrar a las parejas de enamorados que usaban de tapadera rincones secretos formados por rocas y vegetación.
Se rio burlón. Conocía todos los escondites «secretos»; los había probado todos. Por eso era un buen vigilante y nadie se escapaba de él. Pero los aventureros eran pocos esos días y él se aburría peor que en las clases de historia del instituto.
Tampoco le había gustado cuando había hecho de jardinero para la señora Mathinson, pero entonces era muy joven y las miradas de la mujer lo inquietaban. Luego había pasado unas semanas en la construcción del nuevo centro comercial, semanas infernales por culpa del jefe que era un mameluco. Pero el más detestable de su larga lista de trabajos había sido cuando tres cuartos de la población del Área 55 contrajeron una cepa avanzada de gripe. Quedando de pie, sin ningún síntoma, estuvo forzado a ayudar en el Centro de Salud. «Eso fue horroroso.» Celso se sacudió por la fuerza del recuerdo.
Levantó la mirada para estudiar el cielo y la luz demasiado brillante del sol lo cegó por un instante. El calor era tremendo y el sudor le humedecía la nuca. Del suelo se levantaban bucles llameantes, ondulándose con el movimiento de alguna ráfaga débil. Se quitó el pañuelo enrollado sobre su frente, aflojó los nudos y lo agitó con movimientos rápidos, buscando esperanzado aire.
«Me daré un baño», decidió de repente. Necesitaba refrescarse el cuerpo y lo más importante, la mente, o la depresión iba a vencerlo.
Encontró el sitio perfecto cerca de una roca que se adentraba en el río en forma de espada. Desde allí podía comprobar el área sin ser visto. Dejó las ropas encima de la piedra y se lanzó a las aguas sin pensárselo dos veces.
Las ondas frescas abrazaron su piel ardiente y los músculos se le tensaron por el choque del primer encuentro. Buceó y salió enseguida, echando un vistazo para asegurarse de que se encontraba solo. Empezó a nadar con movimientos lentos y fuertes, avanzando con fluidez. Antes de desaparecer en las profundidades, ojeó una vez más la tierra. No había nadie. Incluso las moscas se habían escondido por algún lugar con sombra.
Apareció de nuevo en la superficie forzado por sus pulmones que protestaban ansiosos por oxígeno. Descansó unos minutos flotando encima del agua, sin moverse. Había recuperado parte de su energía habitual y se había cargado el espíritu lo suficiente como para aguantar el resto del turno. A pesar de que le hubiera gustado seguir relajándose, era mejor salir antes de que apareciera alguien.
Por desgracia, descubrió que era demasiado tarde. Celso gimoteó al llegar a la roca y encontrarse con la mirada hambrienta de Darli, una muchacha que lo acosaba desde hacía una temporada.
«¡Oh, no estoy tan aburrido!», rechazó al instante cualquier idea que pudiera animarle el día pero implicase a esa chica.
Reconocía que era culpable de haberle hecho caso en una fiesta descontrolada, pero había actuado conducido por el alcohol. Desde entonces, aunque le había explicado varias veces que no seguía interesado, ella parecía no entender el idioma.
—Buenas, grandote —maulló Darli, comiéndose su cuerpo con la mirada y lamiéndose los labios como si estuviera saboreándolo.
Celso avanzó con seguridad, sin cortarse por su desnudez. Irritado, no ocultó sus esperanzas de que se fuera y pidió la ropa oculta bajo la exagerada parte trasera de la chica.
—Darli, ¡qué desagradable sorpresa! ¿Me pasas los vaqueros?
Ella no se ofendió por la brusca respuesta. Aleteó las pestañas y sonrió de nuevo, haciendo una mueca inocente que en él tenía el efecto opuesto y lo sacaba de sus casillas.
—¿Qué me das a cambio? —preguntó, provocadora.
Celso se apartó el pelo mojado que se escurría en sus ojos, echándolo hacia atrás. Estudió el espécimen que se llamaba a ella misma mujer, calculando cómo escapar.
—Unos azotes, ¿te parece bien?
—Vamos, cariño. ¿Por qué me tratas tan mal?
—Porque te lo mereces —replicó secamente.
Darli infló los labios y se levantó con movimientos lánguidos para entregarle sin ganas los pantalones. Estudió de reojo las musculosas piernas del joven, y aprovechándose de que Celso tenía las manos ocupadas, lo abrazó, agarrándose de su cuello y pegando los bien desarrollados pechos a su torso desnudo.
Celso resopló. Se consideraba un hombre normal con sus necesidades de vez en cuando y Darli era una chica bonita, de curvas suculentas. Pero, por alguna razón, lo dejaba frío, independientemente de la fuerza de sus intentos. Sus dedos pegajosos lo fastidiaban, sentía el toque igual de atractivo que el abrazo de un pulpo.
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Editado: 27.09.2020