Celso se giró buscándola en vano con la mirada. Petrificado y con el gusto amargo de la bilis en la boca, sintió que se le paraba el corazón. Se sumergió de nuevo, esta vez con los ojos abiertos. Salió para mirar las orillas. Gritó el nombre de Ailyne una y otra vez, golpeando las ondas con los puños y forzando todos sus sentidos en ver algo que no existía.
Los pájaros protestaron por sus rugidos, abandonando en grupos los árboles y volando por encima del lago. El eco llevaba el nombre de ella hasta la cumbre de la montaña y lo devolvía en una especie de chillido ridiculizado. Pero Ailyne seguía sin aparecer.
Celso maldijo su vida, su carácter testarudo, culpable porque ella se había alejado, el momento en que la conoció y las diferencias entre sus mundos. Siguió un buen rato, después empezó a orar. Pidió ayuda y clemencia a todos los santos conocidos, incluso inventó algunos. Prometió cambiar, escucharla y estar pendiente de sus deseos. Todo eso a la vez que seguía buscándola. Todo al tiempo que su corazón amenazaba con salirse del pecho y que del estómago le quedaba un nudo de nervios. Los minutos continuaban pasando sin traer novedades.
Desesperado, salió del lago y se puso los pantalones sobre la piel mojada, calculando posibles variantes. Había descartado la idea de que podía jugarle una farsa; nadie con pulmones podía permanecer tanto tiempo bajo el agua. También había excluido la posibilidad de que hubiera sido raptada por entidades extraterrestres; no creía que existiesen. No se veía a nadie más, no había señales de lucha y no se escuchaba ningún ruido fuera de lugar; era imposible que los hubieran encontrado. Decidió ir a buscarla río abajo con la esperanza de que se hubiera alejado demasiado.
Había dado los dos primeros pasos cuando escuchó un chasquido fuerte. Su torso se giró, pero sus piernas seguían caminando lanzadas en la otra dirección. En la superficie del lago la marca circular dejada por un objeto tirado aún se veía. La cabeza de Ailyne apareció desde la profundidad progresivamente, como filmada a la cámara lenta.
Celso paró tan de golpe que su cuerpo siguió meneándose varios segundos más. Miró a Ailyne que se pasó las manos por la cara limpiándose las últimas gotas.
—Oye, ¿sabías que detrás de la cortina de agua hay una cueva? —dijo sonriendo.
Era increíblemente hermosa. Con el pelo mojado echado hacia atrás, su cara se mostraba en toda su perfección: la frente larga, las cejas arqueadas, los pómulos altos, la boca llena. Y decía algo, se percató Celso, ordenando a sus neuronas a que renovasen el funcionamiento.
Lo hicieron. Con una fuerza que le hizo temblar todas las articulaciones. Como poseído, entró en el agua vestido con los pantalones. Avanzó hasta llegar cara a cara con una Ailyne que lo miraba confundida a través de las pestañas cargadas de gotas brillantes.
—Me vas a matar —susurró, abrazándola con fuerza.
Ailyne creyó sufrir de arritmia cuando su corazón enloqueció. No comprendía el comportamiento del astray. Le había prometido que no iba a dañarla y ahí estaba con el rostro salvaje, irreconocible. Sus brazos la estrechaban como correas de acero y sentía que faltaba poco para que le fragmentara los huesos.
—¿Qué te ocurre? —inquirió, procurando salir del abrazo impuesto. La mirada del astray estaba envuelta en sombras, los ojos, escondidos bajo una capa intransitable. Su piel estaba muy fría en contacto con la de ella, y aunque no se permitió espantarse porque estaba desnuda, Ailyne insistió cuando el agarre empezó a molestarla—. ¡Detente! —Consiguió meter los brazos por debajo de los de él y empujar, pero no poseía fuerza suficiente para alejarlo. Buscando una solución rápida, Ailyne usó una técnica que acababa de ver en una película y aseguraba que funcionaba para personas en estado de choque.
Le pegó con fuerza en una mejilla. Nunca había imaginado que iba a dañar a un ser vivo con intención, pero no encontraba otra salida.
Celso parpadeó un par de veces, dejó caer los brazos y miró atónito las marcas rojas que sus dedos habían dejado en la piel delicada de Ailyne.
Desde que la conocía había pensado en broma que un día la muerte le vendría de parte de ella. Pero nunca se había planteado que llegaría a enloquecerle. Él era la persona más pacífica que existía en la faz de la Tierra. Le daba pena matar las moscas que no le dejaban disfrutar de su cerveza en la escalera de su casa. Odiaba la violencia de todo tipo, y detestaba la gratuita. Sí, se defendía si hacía falta, pero nunca… jamás en su vida había acosado a otro ser vivo. Celso meneó la cabeza, sin poder creer lo que acababa de hacer.
—Lo siento —dijo en voz tosca, girándose con la misma elegancia que un autómata.
—¿Qué te pasa? —inquirió ella, tocándole el hombro—. ¿Por qué te comportas tan raro?
—Nada. No me pasa nada —contestó, alejándose. ¿Cómo podía explicarle que lo había asustado hasta el nivel de perder el conocimiento? ¿De qué manera le aclarabas a un niño que acababa de darte un susto de muerte, que no estaba bien lo que había hecho? Encima cuando se veía tan contenta y feliz.
Salió con los pantalones dejando un rastro de agua, sintiéndose como el rey de los estúpidos. Se había olvidado de la maldita cueva.
Buscó una toalla y acercó otra para Ailyne, dejándola en la orilla, donde tenía la ropa. Sacó la comida fría que había preparado, teniendo cuidado de quedarse todo el tiempo de espaldas al lago, por si ella deseaba salir.
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Editado: 27.09.2020