Árbol de Promesas Vacías

Árbol de Promesas Vacías

Me observo ante el espejo una vez más, asegurándome que todo esté en su lugar. La camisa blanca, el collar con la inicial de mi nombre que mi abuela me regaló en uno de mis cumpleaños de adolescencia y los pantalones negros de vestir. Retoco el rubor de mis mejillas y el labial rosado. Las pestañas lucen abundantes y oscuras. Si bien me agrada maquillarme, esa mañana lo sentí como una obligación. Debo ocultar los rastros de llanto de la noche con un corrector. Por un instante considero llevar anteojos, pero ya me he puesto los lentes de contacto y carezco de fuerzas para quitármelos. Espero que nadie se dé cuenta que no logré dormir en absoluto.

Echo un vistazo a la cocina para asegurarme que todo esté en su lugar. Tu vaso azul, el que siempre usabas cada vez que me visitabas, aún está junto al lavabo. Siempre te pedí que lo pusieras dentro, pero ignorabas mis peticiones. A veces me pregunto si lo hacías a propósito, solo para hacerme enojar y luego reír con algún chiste tonto mientras besabas mi mejilla.

Tomo la cartera y, al acercarme a la puerta de mi apartamento, me detengo para observar el árbol de Navidad aún de pie con las luces apagadas. Nunca me había interesado las fiestas; en mi casa cuando era pequeña se sentía más una obligación que un evento para disfrutar con seres queridos. Este año festejé la Navidad y Año Nuevo por vos. Insististe en que adquiriéramos el árbol y lo armáramos juntos, hasta compraste alguno de los adornos (por suerte, nada extravagante) como el hombre de nieve que colgaba casi en la cima del árbol o la figura de madera de Manteca, mi gata, con su nombre grabado. Ese había sido uno de mis regalos anticipados de Navidad. Aun desconozco cómo fue que no lloré cuando lo vi. Esos detalles siempre me conmovieron.

Luego llegó Año Nuevo y después, desapareciste.

Manteca aparece entre mis piernas, pidiendo cariño. Es una gata que no suele pedir mimos; por lo que me agacho para acariciarla. La tengo desde pequeña; nunca se llevó bien con extraños y la única persona en la que confía es en mí.

—Volveré enseguida —prometo antes de salir.

 

Cuando llego al consultorio, me recibe una mujer que me pide que espere sentada en una silla junto a la puerta gris donde seré atendida. Obedezco. El corazón latiéndome con fuerza. Las manos entumecidas. Me pregunto si estoy tomando la decisión correcta, una parte de mí dice que no y otra más fuerte le discute.

Es lo que debo hacer para poder seguir adelante.

Me atiende un hombre mayor que me saluda con una sonrisa. Me pide que tome asiento y se lo agradezco. Puede que mis piernas acaben fallándome.

El médico me explica el procedimiento, sus posibles efectos adversos y el resultado. Aclara lo que sentiré durante el proceso y cómo acabará, cómo seguirá mi vida después de tomarlo. También, me entrega un segundo frasco en caso de que «me arrepienta» y comience a añorar las emociones pasadas. Me advierte que debería tomarlo una vez que esté de vuelta en mi casa, ya que las lagunas que causará en mi mente pueden ser de gran riesgo si me encuentro sola en la calle. Asiento a cada uno de sus consejos y afirmaciones; aunque ya he tomado una decisión. Tomaré la pastilla apenas deje el consultorio para así llegar a mi casa con una mente renovada.

Me cuestiona una vez más si borrar estos recuerdos es lo que en verdad quiero y asiento. Es lo que más deseo en este momento.

 

Llego a mi casa consciente. A diferencia de lo que el médico me advirtió, no sufrí ninguna laguna camino a mi apartamento. Tal vez algún que otro mareo leve, nada de qué preocuparse.

Abro la puerta y Manteca me recibe. Me agacho para acariciarla; quiero decirle que mamá volverá a ser la que era antes de que interrumpieras nuestra vida, pero las palabras quedan atravesadas en el pecho. Es difícil hablar bajo estos efectos.

Dejo la cartera sobre la mesa y me dirijo hacia la cocina por un poco de agua. Me detengo un instante en el vaso azul. Lo agarro, lo lavo y lo guardo en su lugar. Bebo un poco de agua y camino hasta la sala de estar donde tomo asiento en el sillón marfil, frente al árbol de Navidad.

Las pastillas están surtiendo efecto. Recuerdo que vos insististe armar el árbol, pero no en qué momento lo hicimos. Recuerdo que estaba feliz, aunque ahora me den ganas de llorar, porque por fin experimentaríamos lo que sería pasar una Navidad con alguien que amáramos. Tu familia nunca la festejó, nunca le importó. Pero a vos sí, y estabas esperando el momento en el que pudieras compartir tu emoción por la Navidad con alguien más. Allí aparecí yo.

—¿En serio vas a hacerlo?

Estás sentado junto a mí. Vestido de la misma manera que la última vez que te vi. Con los pantalones ajustados negros y la campera del mismo color. La gorra de visera blanca ahora la tenés apoyada en el regazo. En ese entonces, ibas a jugar golf con tus padres. Discutimos. Eso sí lo recuerdo. Te dije que no podía seguir con esto.

Nunca te gustó jugar golf, pero lo hacías porque era la única manera de conectarte con ellos. Aunque tampoco tenías una buena relación en general. “Es como si estuviéramos todo el tiempo tratando de no discutir,” me dijiste una vez. Cuando apenas empezábamos a conocernos. Debo admitir que me gustó saber que intentabas construir relaciones con tus seres queridos, supuse que así eras con todas las personas que te importaban. Creí que así serías conmigo. Tal vez no te importé lo suficiente.




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