Arcadia

Punto de partida

 

Una gran sombra se adentra en la oscuridad para observarme fijamente mientras duermo.

Siempre lo hacía, cada vez que la negrura y la espesura se esparcían por mi cuarto una temible y grotesca sombra atrapaba, aunque sea por un instante, el espacio-tiempo de mi habitación.

Mis pesadillas eran constantes, solía despertarme con lagunas acerca de lo soñado recientemente, con la incertidumbre de si mezclaba lo ficticio con la realidad.

Estaba ahora, en mi habitación, lo sentía. Notaba como sus pasos se marcaban en el suelo de madera, como su respiración se acercaba cada vez más a mí. Notaba incluso el soplido del viento sobre mis pies, que se encontraban ligeramente destapados.

Un escalofrío me envolvió al notar su mirada sobre mi pequeño cuerpo. Esos penetrantes y oscuros ojos que me observaban diariamente los sentía nuevamente en una noche como lo era esta.

Parecía estar acercándose más, hasta el punto de notar su aliento sobre la sábana. La forma en la que entreabría la boca conseguía erizar mi piel y obligarme a no hacer ruido, pues no podía evitar sellar mis labios con fuerza.

Sin embargo, una vez más, salió corriendo despavorido.

—Señorita Tresa, despierte.— me susurró mi ama de llaves.

Nada más escuchar sus palabras, me quité la manta con la que estaba cubriendo mi cabeza y me puse de pie. Era la primera vez que la veía tan sobresaltada.

—¿Qué ocurre, Beth?— me asusté al ver su expresión, pues estaba pálida y su corto pelo castaño se encontraba empapado por el sudor.

—¡Tiene que irse, o será muy tarde!— exclamó mientras me entregaba un pantalón y una camiseta vieja.

Empecé a vestirme rápido sin comprender lo que estaba ocurriendo.

—¿¡A dónde me llevas?!— pregunté al notar que me tiraba del brazo.

Con fuerza, intenté zafarme de su agarre pegando un tirón, pero no tuve éxito.

Volví a repetir la pregunta, pero de nuevo no obtuve respuesta.

Rendida, me dejé arrastrar por ella, ya que, a pesar de no tener claras sus intenciones y mucho menos el motivo, no podía hacer otra cosa más que confiar en ella.

—¡Tiene que largarse de aquí!— me exclamó mientras me abría la puerta trasera.— Busque refugio y salga de estas murallas. ¡No va a estar a salvo nunca más!

—¡¿Qué es lo que está pasando, Beth?!— supliqué una última vez.

—¡La profecía es real, su padre no es quien usted cree!

No me dio tiempo ni siquiera a responder cuando me vistió con una capa por encima.

—Tome, cúbrase con esto.—me subió la capucha.—No revele su identidad a nadie y salga del reino cuánto antes.

Apenas me dio tiempo a despedirme de ella o a pedirle más explicaciones sobre lo que estaba  ocurriendo cuando de un fuerte empujón me caí al suelo haciendo que rápidamente cerrase la puerta mientras me susurraba un melancólico, pero honesto: Cuídese.

Por un momento, me quedé paralizada sin poder mover ni un solo músculo de mi cuerpo. Estaba totalmente aturdida.

Quería con todas mis fuerzas pensar que esta no era más que otra pesadilla. Que la ficción superaba a la realidad una vez más, y que realmente me encontraba ahora mismo en mi cama dormida teniendo otra pesadilla.

Lentamente, me levanté para darme la vuelta encontrándome con la fría calle. No había ni una sola alma despierta en Argag.

Por un momento, me sentí completamente sola. Me adentré en una calle estrecha con el fin de alcanzar la casa de mi amiga Cecie, pero apenas podía mantener la compostura. Mi juicio se nublaba de recuerdos impidiéndome avanzar correctamente. De alguna forma, no podía evitar pensar que mi vida, hasta ahora, no había sido más que una temible y vulgar patraña.

 

¿Qué mi padre no era el Gobernador de Argag?

¿Qué la profecía era real?

¿Qué no iba a estar a salvo nunca más?

 

Aquellas preguntas taladraban mi mente sin ningún tipo de reparo. Conseguían, no solo bloquear mis pasos, sino también cegar mi camino. Me encontraba completamente agarrotada por el miedo.

No me atreví a levantar cabeza hasta llegar a la puerta de mi amiga, y cuando finalmente llegué, me paré en seco ante su entrada llenándome de valor para adentrarme e intentar de alguna forma contener las lágrimas que se estaban empezando a asomar.

Escuché como sus pasos se acercaban animadamente hacia mi.

—¿Quién es?—preguntó desconfiada al no ver con nitidez mi rostro.

Inmediatamente, me bajé la capucha mientras las lágrimas que no había conseguido contener humedecían mi rostro. Mi amiga, instintivamente, me agarró por la espalda y me invitó a entrar a su casa sirviéndome un té.

—¿Qué ha ocurrido?— se preocupó, pero apenas podía balbucear. Mis manos  empezaron a temblaban y mi cabeza, una vez más, se nubló.

Me quedé estupefacta en el sillón de Cecie. Mis ojos no hacían más que recorrer la taza de té, y, en un estado de shock, me salieron por fin las palabras que tanto había retenido.

—No sé quien soy.— musité mientras miraba mis manos asustada haciendo que mi amiga las sujetara con delicadeza.

Hubo un largo silencio en el que ninguna de las dos se atrevió a hablar. Tan solo se escuchaba mi llanto y los suaves roces de mi amiga sobre mi mano.

Poco a poco comencé a tranquilizarme y a contarle todo lo sucedido. Milagrosamente, mi voz crecía cada vez más, a pesar de agudizarse por momentos.

—¿Te dijo que el gobernador no era quién decía ser?—yo tan solo asentí.—¿Y no te contó nada más sobre la profecía?

—No, solo que era real y que a partir de ahora no estaría a salvo.

—Ahora que lo pienso, ¿tú casi nunca veías a tu padre, verdad?

—Es cierto que solo le vi unas cuantas veces, pero aún así todo esto es extraño.

—Lo mejor será que descanses, mañana será otro día. No te preocupes por mis padres, yo hablaré con ellos.




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