Arcadia

Infiltrados

 

Un vago recuerdo se me pasó por la mente al pensar en Cecie y en Jara. No sabía cuando sería la próxima vez que nos volveríamos a encontrar,  y el no saber nada de ellas conseguía hacer que una parte de mi se sintiese en cierto modo culpable. Tener que dejar a atrás a dos personas que habían estado a mi lado desde que tenía uso de razón era como dejar una parte de mi.

No pude evitar ladear mi cabeza suavemente hacia Cristian, que manejaba el timón con tranquilidad. Imágenes sobre la velada de anoche se cruzaron también por mi cabeza al recordar mi desconsolado llanto sobre el hombro de mi amigo, pues no tuve más remedio que contarle todo lo ocurrido.

De un suspiro, intenté evadirme de todos aquellos recuerdos y preocupaciones que martillaban día tras día mi cabeza, aunque aquello fue breve.

Eché la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados tratando de disfrutar de la calidez del Sol y del sonido del mar. Pero nada más alzar la vista y posar mi mirada sobre el horizonte me encontré con dos inmensas puertas a lo lejos que no hicieron otra cosa más que sobresaltarme y tornar mi calma en preocupación.

Aquello no hizo más que confirmar dos cosas: Una, que habíamos logrado llegar a Elion; y la otra, que Cristian era realmente un brillante marine.

Sin embargo, cruzar aquello no iba a ser tan sencillo.

Instintivamente, lancé una mirada al moreno preguntándole como pasaríamos aquella muralla.

—Coge el barril que está bajando las escaleras y escóndete dentro de él.—dijo exaltado mientras desplegaba las velas.—Hay oficiales en la entrada, seguramente son ellos los que se encargan de permitir el acceso a los viajeros.

Hice lo que me pidió. Rápidamente, bajé buscando el barril que mi compañero me había mencionado. Sin embargo, nada más encontrarlo y subirlo a cubierta, me crucé de brazos expresando mi descontento con su plan.

—No pienso meterme ahí dentro.— dije señalando el barril de pescado que acababa de subir.

—Déjate de tonterías.— elevó el tono de voz.—¿Quieres cruzar esas puertas o no?

—Escóndete tú, yo me las apañaré para entrar. Ya me inventaré algo.—pero él tan solo se rió haciéndome dudar incluso de mi misma por las palabras que acababa de pronunciar.

—Nos meterías prisión nada más acercarte a los oficiales.

Frustrada porque sabía que en el fondo llevaba la razón, vacié un poco el barril para poder meterme en él. Nada más poner un pie, noté como este se hundía entre el pescado.

—Ahora mete la cabeza.—dijo burlón.

—Más te vale meternos ahí dentro.— gruñí.

Metí lo que quedaba de mis extremidades y Cristian empezó a rellenar el barril con lo tirado recientemente haciendo que mi vista se oscureciera y mis fosas nasales se taponasen por el fuerte olor a marisco.

Noté como el pequeño barco comenzaba a moverse gracias a las remadas que Cristian le daba, hasta que finalmente se paró.

—Identificación.— dijo un oficial.

—Soy pescadero, llevo uno par de días fuera y ahora vuelvo.

Hubo un largo silencio que ninguno de los dos se atrevió a romper.

—¿Un par de días fuera y solo has conseguido rellenar un barril?

—Pescar no es mi punto fuerte.— se rió Cristian.

—Pero en cambio eres pescadero.

No pude evitar ponerme nerviosa al darme cuenta de que el oficial sospechaba de algo. Ahora más que nunca estaba convencida de que lo ideal hubiese sido intercambiar los papeles.

—No solo he pescado lo que está ahí, agente, hay más en el sótano bajando las escaleras.

—Iré a echar un vist— pero no pudo continuar cuando otra voz le interrumpió.

—¿Qué ocurre aquí?— preguntó con autoridad una voz severa y gélida.

—Comandante, este pescadero dice haber pasado un par de días fuera, y ahora desea volver.

Unos firmes pasos se acercaron al barril en el que me escondía. Mi pulso, por un momento, se detuvo.

De repente, unas fuertes manos lo agarraron y lo empezaron a sacudir en el agua haciendo que todo el pescado que tenía sobre mi cabeza cayese al mar.

Me agarré firmemente y como pude a las paredes del barril para no caerme hasta que, por fortuna, las sacudidas cesaron.

—El barril pesa demasiado, pero no hay nada sospechoso.— dijo el comandante.-Igualmente, avisaré al gobernador. ¿Tú nombre?

—Cristian Trefford.

Nada más decir eso, los oficiales se marcharon y las puertas se abrieron. El moreno echó el ancla y de una patada tiró el barril haciendo que cayese de rodillas mientras, asfixiada, pegaba pequeñas bocanadas de aire.

—Apestas.







 

—¿De verdad se ha marchado?— preguntó Jara triste.

Cecie le mostró la nota que llevaba guardada en el bolsillo.

—No fue culpa suya que entraran en tu casa.

—Díselo a ella cuando la veas.— dijo mientras arrugaba la nota molesta.

—Está en peligro, Cecie, ya se lo dijo Beth.

—¿Y qué es lo que podemos hacer? Yo no puedo marcharme y dejar a mi familia a un lado. Me necesitan.— se lamentó la rubia.

Jara, decaída, comenzó a seguir los pasos de su amiga que recorrían la ciudad en busca de una respuesta.

Para ella, entender la dura situación en la que se encontraba su familia era complicado, porque Jara nunca llegó a tener problemas económicos.

Ella nunca llegaría a comprender lo que significaba tener que hacer horas extra, para la morena no era necesario tener que pedir préstamos al banco. Simplemente, no podía comprender lo que significaba tener que vivir pagando deudas.

—Iré sola.— dijo sorprendiendo a su amiga.
—Partiré mañana por la mañana. Te mandaré cartas.

—¿Estás loca? Elion está a días de Argag. Además, no podrás regresar.

—No necesito regresar. Soy mayor de edad, mis padres pueden prescindir de mi en casa, tienen a mi hermana.

Sin embargo, Cecie no estaba muy convencida de sus palabras, pues era consciente de que lo que ella planteaba era sumamente difícil.




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