Arcadia

Seth

En poniente.

Rebasando desiertos, páramos y poblados. Se encontraba el reino más pobre de toda Arcadia.

La Ciudad Perdida era reconocida por su temible gobernador, al que se le había designado como Emperador de Arcadia y Rey del Desierto.

Nadie osaba a llevarle la contraria. Sus órdenes, además de ser claras y puntuales, destacaban por su falta de misericordia.

No le interesaba estrechar su relación con el resto de los reinos. Su gobierno se sostenía a través de la venta de esclavos, que eran importados especialmente en Seirin. Su único adversario era el propio destino al que el país estaba sometido, y se iba a asegurar de que aquello no le impidiese apoderarse de Arcadia.

 

En uno de los pequeños rincones del reino, se encontraba custodiado, junto a su hermana pequeña, un individuo temerario, aunque aparentemente gentil.

La razón por la que ambos habían caído entre rejas se debía al simple hecho de haber robado dos piezas de fruta con las que poder alimentarse, y a pesar de que ella no era responsable de tal designio, desafortunadamente se encontraba con él en aquel momento.

—¿Nos liberaréis antes del amanecer, o tendremos qué quedarnos aquí por mucho más tiempo.— espetó el joven impávido, pero como respuesta solo obtuvo un gruñido del guardia.

El joven, rendido, se tumbó al fondo de su celda a la espera de que les liberasen, pero antes de que impacientemente volviese a replicar al guardia, la General Kyra apareció.

—Es la hora.

A Seth nunca le había gustado el estilo que tenían los soldados de La Ciudad Perdida para impartir el bien. La Guardia del Desierto no dudaba en arremeter contra los ciudadanos que rompían el orden: medidas desmesuradas e imperdonables.  

Y entre ellos destacaba la General Kyra.

Su descomunal fuerza lograba ejercer presión y marcar la diferencia con el resto de superiores, aunque lo más temible de ella no era la brutalidad con la que ejercía su cargo, sino la manera en la que usaba su enorme báculo, que tenía forma de tridente.

Seth andaba con pies de plomo cada vez que la general estaba presente. Era consciente de que el hurto era un tema que se condenaba violentamente, por lo que no podía evitar estremecerle la idea de que todavía no hubiese arremetido contra él.

 

Los guardias obedecieron a su superior. Agarraron con fuerza al pequeño ladrón y a su hermana y, esposados, atravesaron el largo y silencioso pasillo.

Nadie decía nada. Tan solo se escuchaban las fuertes pisadas de los soldados.

Gretel, la hermana pequeña de Seth, aterrada ante la incertidumbre, no pudo evitar sostener a su hermano mayor por el brazo mientras él le devolvía una sonrisa conciliadora.

Llegados al final de la galería, los soldados se plantaron frente a una gran puerta. A ninguno de los dos hermanos les dio tiempo a preguntarse que era lo que estaba a punto de suceder. Los soldados no dudaron en empujarles con desdén haciendo que la puerta se abriera de par en par, y permitiendo a Seth y a Gretel observar el enorme tribunal que estaban a punto de cruzar.

 

Ambos hermanos se quedaron atónitos ante la solemnidad y majestuosidad de la sala. La enorme lámpara, formada por pequeños diamantes de cuarzo, conseguía iluminar el tribunal resaltando todavía más su elegancia. El suelo, que era de mármol blanco y las paredes negras, creaban el contraste perfecto como para intimidar a los dos hermanos y asentar los pies en la tierra.

Pero su asombro duró poco.

 

La mirada que ejercían las dos grandes multitudes (repartidas en el lado derecho e izquierdo), sobre Seth y Gretel fue suficiente para alarmar a ambos.

Sus ojos se clavaban en ellos con maldad y rencor. Y antes de que el joven, impulsivamente arremetiese contra ellos, dos guardias les esposaron de rodillas en el centro de la sala junto a dos barras de metal.

—Estamos aquí reunidos para declarar sentencia a estos dos jóvenes. ¿Cuáles son los cargos?—preguntó el juez a la general.

—Se les acusa de robar suministros a la Guardia Del Desierto y a comerciantes.—dijo mientras sostenía el cabello de Seth con fuerza.—No son más que unos ladronzuelos atacando desde las sombras.

El juez quiso responder, pero los mercaderes y demás testigos del tribunal comenzaron a protestar indignados.

—¡Esos son los mocosos que se dedican a robar todos mis medicamentos!

—¡Se cuelan en nuestras viviendas saqueándolas y dejándolas sin nada! ¡Es la tercera vez que se cuelan en la mía!

—¡Carteristas!

 

La sala comenzó a llenarse de ofensas hacia los dos hermanos. Nada de lo que decían era falso. Sin embargo, el único error era que el culpable de todos aquellos delitos era Seth, y no Gretel.

Seth había conseguido tal fama que todo en el reino le repudiaba. Además de sigiloso, era un perfecto mentiroso. Fingir una sonrisa angelical y hacerse pasar por un pobre mendigo se había convertido en una rutina para él. Nadie en la sala contradijo a los testigos. Todos los presentes eran conscientes de que en La Ciudad Perdida había un individuo escurridizo que saqueaba sin temor sus casas y sus pequeños puestos, y que incluso había osado a adentrarse en grandes cuarteles como el de la policía.

Sabían que Seth tenía agallas, y eso no hacía más que alimentar su ira.

 

—¡Silencio!—puso orden en la sala el juez.—¿Y qué hay de la hermana?

—La encontramos robando dos piezas de fruta. Es así como hemos descubierto que son ellos los ladrones a los que llevamos tanto tiempo buscando.

—¡Ella no ha hecho nada!— se alarmó el rubio.

—¿Entonces, asumes la culpa de tus delitos?

Seth hizo silencio. Confesar que había sido él quien había estado saqueando durante todos estos años era como cavar su propia tumba.

—No me hago responsable de esos delitos. Esos rumores que ustedes cuentan no son hacia nuestra persona.




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