Arcadia

Una noche amarga

Todos los habitantes de Arcadia sabían que Seirin era un reino al que convenía no acercarse: sus calles agrietadas y la permanente niebla hacían a cualquiera replantearse sus pasos.

Apenas era medianoche, y a pesar de estar custodiados por Erin, a los cinco les inquietaba enormemente la falta de claridad y los extraños sonidos que comenzaban a escucharse con el cierre del Sol. Por un momento, Cecie creyó que lo más conveniente sería dar la vuelta: olvidarse de Seirin y preparar un plan para rodearlo.

Tras atravesar escombros, calles estrechas y mendigos dormitando entre cajas de cartón, finalmente llegaron al epicentro del reino, donde se encontraba un pequeño, aunque llamativo: palacio bañado en oro.

Cuatro soldados se unieron a su causa escoltándoles hasta la entrada principal. Jara, que había sido la primera en entrar, se quedó boquiabierta ante la presencia de la sala.

Ninguno de los presentes había contemplado, durante su corta vida, un lugar tan ostentoso como lo era ese. Duman y Tresa eran los que más relacionados estaban con la etiqueta de palacio. Pero ni Argag era tan rico como para permitírselo, ni Elion tan avaricioso como para poseerlo.

La entrada principal emitía un brillo lo suficientemente translúcido como para saber que no había ni una sola mota de polvo en los muebles ni en las paredes. La sala estaba repleta de estatuas, que en su mayoría eran personas semidesnudas. Además de las incontables piedras preciosa que estaban colocadas estratégicamente en cada uno de los muebles.

Los cinco siguieron el pasillo que tenían enfrente observando las lámparas de cuarzo que colgaban del techo. Estaban impresionados por la riqueza que escondía el Gobernador de Seirin y el afán que tenía por demostrarlo.

Llegados al final del pasillo, se encontraron con dos grandes puertas de cobre. Erin, que era quien marcaba el ritmo, la abrió con delicadeza.

—Señor, le presento al escuadrón.—dijo la pelirroja mientras nos invitaba a entrar.

El Gobernador de Elion se levantó de su escritorio, se ajustó su pantalón de seda blanco (que le quedaba apretado), y se acercó a ellos con una sonrisa de oreja a oreja.

—Espero que vuestro viaje haya sido agradable. En Elion no corre tanto viento como aquí, pero no os preocupéis: os acostumbraréis al clima.

Ninguno de los presentes respondió. Tan solo se miraron entre ellos, extrañados, intentando descifrar lo que estaba ocurriendo.

—¿Cómo sabe que venimos de Elion, señor?—preguntó educadamente Duman.

—Me enviaron dos cartas.—dijo mientras se acercaba a su escritorio para recogerlas.—La primera es del propio Gobernador de Elion, donde me especificaba que os diera refugio. La otra es de un agente suyo, donde me ponía en situación acerca de vuestras metas y objetivos.

El Gobernador de Seirin le tendió las cartas a Cristian, que era quien más cerca se encontraba de él, y nada más dárselas y ojear la segunda, se quedó mirando fijamente a Tresa.

Instintivamente, todas las miradas recayeron sobre la morena, que empezaba a ser consciente de lo que acaba de ocurrir.

Definitivamente, aquella carta contaba todo aquello que le había sincerado a Joel: desde su deseo por encontrar al resto de los elegidos, hasta la responsabilidad que tenía sobre Arcadia.

Tresa cerró los ojos maldiciéndose a si misma y recordando las palabras del Gobernador de Elion con una terrible frustración: "El éxito de una guerra radica en el espionaje, la falsedad, la inteligencia y la intriga."

Estaba convencida de que Joel era un fiel servidor del gobernador y de que, una vez más, había fracasado de la forma más inocente e ingenua posible.

El Gobernador de Seirin se acicalaba su perilla rubia con una fingida preocupación. Observaba sus reacciones con gracia y disimulo, como si estuviese disfrutando de un espectáculo. Sin embargo, su rostro cambió radicalmente cuando las cartas llegaron a manos del castaño, que decidido formuló las siguientes palabras:

—Esta falsa humildad que tenéis los soberanos hace que tenga ganas de sacarme los ojos aquí mismo. Está claro que los tres compartís un mismo propósito. Dejémonos de formalismos y vayamos directamente al grano.

Si el castaño momentos antes había sido educado, entonces el tono con el que acababa de formular aquella frase había sido de todo menos dulce y respetuoso.

El gobernador mostró entonces una sonrisa de medio lado que irradiaba de todo menos confianza.

—Debéis de llegar a la Ciudad Perdida, y Seirin será vuestro aliado. Os proporcionaré alijo y comida, además de que podéis quedaros el tiempo que necesitéis.

A diferencia del Gobernador de Elion, el de Seirin no tenía una causa oculta detrás de sus palabras: eran directas y honestas, lo que hacía que fuera fácil adivinar lo que realmente escondía su mente. 

En un primer momento, a Tresa le sorprendió enormemente que el Gobernador de Elion le pidiese avanzar hacia Seirin, pues la clara rivalidad que existía entre ambos gobernadores se remontaba a las batallas del pasado por querer controlar el país: un enfrentamiento que había quedado en lo más profundo de sus corazones alimentando su ira hasta los tiempos de hoy.

Sin embargo, su odio hacia el reino del Oeste era tan grande, que incluso estaban dispuestos a tenderse la mano y a colaborar, aunque sea durante un breve periodo de tiempo.

La morena comenzaba a hilar los conceptos en su cabeza, dándose cuenta de que, por el momento, se trataba de un enfrentamiento entre ella y los soberanos, a pesar de que estuviesen dispuestos a ofrecerles su ayuda con el fin de desertar al de La Ciudad Perdida.

Tresa sabía que aquella no era más que una trampa y una forma más de aprovecharse de su linaje. La única pregunta que bombardeaba en ese momento su mente era si su padre, el Gobernador de Argag, era consciente de todo lo que estaba ocurriendo.




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