Arcadia

Un juego psicológico

El gobernador de Argag había permitido a Cecie trasladarse a la celda continua para tratar las heridas de su amiga, que se encontraba inconsciente sobre su regazo.

 Aquella noche se mantuvo despierta, ya sea porque le era imposible conciliar el sueño debido a los extraños sonidos que se escuchaban en los calabozos, o porque quería asegurarse de que nadie más las hiciera una "pequeña visita ".

Cecie echó la mirada hacia arriba, intentando contener sus lágrimas y la culpa que, aun no siendo ella la responsable, la corrompía por dentro. Tenía suposiciones del motivo por el que ella no había sufrido ningún daño, y en el fondo lo agradecía; pero su herida ya había cicatrizado y el tormento que recibió Jara también lo podría haber soportado ella.

Nuevamente, escuchaba pasos. Su piel se erizó e instintivamente sostuvo a su amiga con mayor fuerza. 

Se encontró con un hombre alto, peliblanco, que llevaba una túnica de seda. A su lado estaba el gobernador de Argag, y por su mirada, supo que el interrogatorio no había finalizado.

—No.—elevó el tono de voz—Si queréis preguntas, serán desde aquí. Ella no saldrá de la celda.

El gobernador de Argag dio un paso hacia delante dispuesto a hablar, pero fue interrumpido por su compañero:

—Deja que me ocupe yo.— se acercó, de cuclillas—¿Está dormida?

Cecie lo miró desconfiada. 

—Inconsciente.

Él abrió la celda, con la llave, y le hizo el ademán de salir, pero ella se mantuvo en el sitio.

—¿Qué queréis?

—¿Sabes quién soy?

Inspeccionó su cuerpo de arriba a abajo, y por su vestimenta, creyó que se trataría de una persona importante: de la realeza. Sin embargo, ella se mantenía en su misma línea: Jara no sufriría ningún daño.

Para su sorpresa, la persona que tenía delante le leyó la mente:

—Tienes mi palabra de que ella se quedará en la celda.

Aquella respuesta la dio a entender que la morena no sería quien sufriría esta vez, sino ella. Sintió la necesidad de mostrarse precavida, ya que tenía la impresión de que se encontraba frente a alguien del que era mejor cuidarse: una persona extremadamente inteligente, poderosa y perspicaz.

Sus ojos se mantuvieron fijos en ella y por primera vez, sintió el peligro acecharla desde atrás con un simple contacto visual. Se levantó de forma repentina ante el escalofrío que le producía un semblante tan afilado como el suyo, y sin dirigirle la mirada a su gobernador, su pecho comenzó a subir y a bajar con nerviosismo tras escuchar sus siguientes palabras:

—El gobernador de Elion desea hablar contigo a solas, Cecie. Acompáñalo.

Ella debió de suponerlo, y aun así aquella noticia la había petrificado. No la esposaron como la última vez, ni tampoco la amordazaron. A partir de ese momento, sin ser consciente, Cecie se convirtió en una marioneta.

Siguió al gobernador con la cabeza en alto. Lo único que visualizaba era su espalda, que se detuvo frente a una puerta, de acero, cuando dejaron atrás las celdas. De reojo, la observó.

—¿Qué hay dentro?

Su voz tembló y su vista comenzó a nublarse. No sabía dónde dirigir su mirada ni mucho menos cómo librarse de aquella situación. Él no le respondió y ella, por mucho tiempo que pasase ahí dentro, tampoco conocería la respuesta a aquella cuestión.

Entró encontrándose con un oscuro y tenebroso habitáculo. Cerraron la puerta tras ella impidiéndola ver nada, y obligándola a estirar sus brazos para conocer los límites del cuarto. Era un sitio estrecho y la pared estaba hecha de yeso, en vez de roca.

Cecie se sentía diminuta, como si estuviese encerrada en una cajita de cristal. Ella no recordaba haberse sentido así de frágil y vulnerable, podían ponerle las manos encima en cualquier momento, y ella no verlo venir. Tampoco escuchaba ningún sonido. Comenzó a pegar a las paredes, con tanta fuerza, que sus nudillos comenzaron a sangrar. Sin embargo, nadie respondía y se dio cuenta de que alterarse iba a perjudicarla, y más en un espacio tan pequeño como lo era ese.

Inhaló aire y se sentó, a ciegas, en lo que ella creía que sería el suelo. De repente, escuchó suaves carcajadas, que la inquietaron todavía más, y se imaginó una vil sonrisa observándola fijamente, con las pupilas dilatadas y una mirada perturbadora.

De repente y sin previo aviso, escuchó gritos provenientes de una mujer. Eran sollozos y lamentos de dolor, inaudibles, pero terribles de escuchar. La rubia no sabía quién podía ser, pero comenzó a creer que podía tratarse de Jara.

—¡Soltadla!

Hubo un silencio espeluznante.

—¿No reconoces los sonidos?—escuchó preguntar al otro lado de la puerta. El tono de voz era metálico, pausado y sombrío. Las "s" se marcaban arrastrando las palabras—Presta más atención.

Los alaridos volvieron a sonar y a encoger el corazón de Cecie. Se le pasó por la mente una oscura fantasía que hizo que inevitablemente sus ojos comenzaran a llorar.

—¿Mamá..?

No se veía sus manos, pero las yemas de sus dedos estaban rojas y con pequeñas ampollas, a causa de la fuerza con la que se había intentado taponar sus oídos. Asimismo, sus labios estaban hinchados y sus pupilas rojas, por el llanto. Escuchó de nuevo la malévola carcajada y, por mucho que gritase a los cuatro vientos que se detuvieran, los gritos no cesaron y sembró en ella la duda de si realmente se trataba de su madre, de Jara o de una persona desconocida.

Había perdido la noción del tiempo tarareando para sí misma. La puerta se abrió dejando entrever un pequeño ápice de luz y viendo como un soldado le entregaba una bandeja.

—La cena.

Nuevamente, se encontró con la oscuridad, aunque esta vez con la compañía de un olor, aparentemente exquisito.

Dudó en si debía o no de comerlo. Sospechó, incluso del paso del tiempo: ¿Era posible que, desde la mañana, ya hubiese llegado la hora de la cena? ¿Tan rápido se le habían pasado las horas, o es que verdaderamente se había quedado dormida?




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