Arcadia

Primer asalto

Con el primer albor del día, Tresa apareció en el bosque prohibido, conocido también por ser un antiguo campo de batalla que décadas atrás sentenció el reinado de Acras en la Batalla de Tegea. Estaba en la salida de la arboleda, con el sendero a seguir sobre sus pies y la brisa marina azotando su media melena negra. Nerviosa por la ilusión que le provocaba reencontrarse con su padre, y por el miedo que la evocaba hallar un escenario distinto a lo que ella pensaba que iba a ser su reino. No sabía qué creer, porque era consciente de que su hogar no podía encontrarse en las mismas condiciones que cuando lo dejó, y eso la inquietaba.

Ignoraba el arresto de Cecie y Jara. Creía que estarían reclusas en algún reino, porque confiar en esa hipótesis la aliviaba: ya sea estando prisioneras o divagando entre bosques, mares y páramos Tresa estaba convencida de que lo mejor para su bienestar era encontrándose lejos de Argag.

No quería detenerse a pensar en lo recientemente vivido en La Niebla, porque sabía que aquello no había sido un sueño y convencerse de lo contrario sería cuestionar a su madre. Apoyó sus manos en sus bolsillos encontrándose con la caja donde estaba guardado el corazón de Acras, erizando su piel y ahogándola en inseguridades, miedos y un sinfín de opciones más. Había intentado recordar lo sucedido en el Desierto Kashi y su secuestro en manos de Acras, pero nunca llegó a encontrar la respuesta y cuando se esforzaba por hacerlo su cabeza se lo impedía.

Lo más probable era que su propia mente hubiese borrado tal recuerdo para protegerla, puesto que ser consciente de que había sido ella quien había atacado a Duman para matarlo, así como que Acras la había envuelto en una capa de alquitrán pulverizada (similar a una fosa sin fondo), tendría repercusiones fatales para Tresa a futuro. Por mucho que quisiera averiguar lo sucedido aquella verdad nunca llegaría a ella y tendría que aceptar, que lo vivido aquel día se había convertido en un trauma que era mejor no conocer.

De todas formas, el camino no se le dificultó, porque no era la primera vez que caminaba por su cuenta en las afueras de su reino. Al ser la heredera debía de aprenderse cada rincón de Argag, tanto en el interior como en el exterior: desde su muralla más alta y el sitio perfecto para lanzar una flecha, como la altitud en la que el suelo comenzaba a formar una ladera o montaña. Para ella perderse era imposible.

En el sendero se encontró con grandes huellas marcadas que no parecían provenir de un animal ni de ningún ser humano. Tresa no lo sabía, porque nadie antes le había mencionado que semejante criatura existiera; pero aquellas marcas provenían de los Caballeros Oscuros, que siguiendo las órdenes de Acras lograron detenerse en Elion, y para su desgracia su marcha iba ahora encaminada hacia su hogar. No reparó mucho en ellas y apretó el paso para no seguir distrayéndose. Fue cerca del mediodía cuando finalmente observó su reino a lo lejos, su rostro en un primer momento expresó una felicidad digna de recordar, aunque su sonrisa pronto se desvaneció cuando observó un humo evaporarse hasta el cielo: Argag estaba siendo invadido.

Will, Cristian y Jara acababan de escuchar la alarma que activaba el protocolo de emergencia del reino. El gobernador de Argag, tras enterarse del ataque que Cecie le había descrito, no dudó en evacuar a los ciudadanos.

Los tres se quedaron petrificados y sin saber qué hacer, hasta que de un momento a otro surgió el caos.

Todos los ciudadanos comenzaron a salir de sus hogares, recogiendo sus pertenencias y obligando a sus hijos a abandonar el reino. Muchos quisieron dirigirse hacia el puerto para coger un barco y partir hacia cualquier territorio, pero los suministros y los navíos escaseaban, por lo que la multitud ya comenzaba a formarse desde la avenida.

Los tres amigos se metieron en una pequeña callejuela, observando la emigración que se iba a producir y cómo los ciudadanos, cegados por el miedo y el egoísmo de mantenerse a salvo, corrían apresurados y entre empujones. Otros optaron por refugiarse a las afueras del reino, en el bosque, pero solamente aquellos que tenían alguna cabaña o familiar cercano podían considerar aquella opción.

—¿¡Qué hacemos?!—se desesperó Jara—¡Cecie está en el castillo, no podemos abandonarla aquí!

—¡Tenemos que coger un barco antes de que no quede ninguno! ¡Yo iré a por él, Will, acompaña a Jara e ir a buscar a Cecie!

—¡No podemos separarnos ahora! ¿¡Qué pasa si no nos encontramos luego!? ¡No puedo volver a perderte!

La tensión estaba en el aire y la intranquilidad les dominó haciéndoles perder la cordura. Aquella declaración paralizó el pulso de Cristian, y lejos del horror que se acababa de formar en Argag, su tierno corazón se derritió. Le besó la comisura de los labios y más que para tranquilizarle a él lo hizo para sosegarse a sí mismo. Sin embargo, el fuego que se formó de repente frente a ellos les impidió realizar el plan.

El gobernador de Elion acababa de desembarcar en el puerto con antorchas que incendian todo lo de su alrededor: viviendas, mercados, caminos, infraestructuras... Los tres amigos salieron de aquella calle presos del pánico. Su silencio duró apenas unos segundos, hasta que finalmente pudieron reaccionar y asentar cabeza en lo que realmente estaba sucediendo, y en lo que debía de convertirse en una prioridad.

—Tengo que ir a mi casa. —murmuró Cristian. Rodó sus ojos de lado a lado mientras hacía una lista mental de lo que debía de hacer en su hogar. No se dejó dominar por el miedo y su cabeza le preparó para lo que estaba porvenir.

—Yo también. —respondió Jara, aunque su expresión mostraba más preocupación. Le parecieron sensatas las palabras del marine y creyó oportuno regresar a por sus pertenencias, antes de que el fuego se propagase reduciendo todo a cenizas.

Ambos se miraron comprendiendo que sus intenciones eran las mismas: aprovechar para coger suministros. Recordaron la petición anterior de Will, pero ninguno de los dos le hizo caso y acordaron verse en media hora en aquel mismo rincón. Las casas de ambos estaban en puntos totalmente distintos, aunque la distancia no era significativamente grande.




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