A diferencia de la noche anterior en la que Mew había sido acomodado en una especie de almohadón gigante que había en la buhardilla, atrás de la cocina de Arcadia, los Weiss habían decidido que Mew dormiría, a partir de ahora, en el entrepiso que miraba hacia el oeste.
- Es un lugar pequeño, sin mucho espacio para moverte. Pero tiene cosas buenas.- dijo Leo mientras guiaba a Mew por una escalera que había soltado tirando de una cadena gruesa. La escalera de madera clara se había desplegado hasta el suelo, revelando arriba un hueco cuadrado en el techo. Visto de abajo era un techo pero desde arriba era el piso de una pequeña habitación.
Mew se trepó a la escalera con tanta habilidad que Sarah, quien lo observaba desde abajo, quedó sorprendida. Leo sonrió, subiendo detrás de él, al ver que el jovencito se sostenía de los peldaños de la misma forma cómica en que solía hacerlo su padre cuando subía.
Una vez arriba, Leo se acercó a la ventana rectangular que ocupaba casi una pared entera y miró hacia el mar, que ahora aparecía como una masa oscura y uniforme bajo la noche estrellada.
- Éste era nuestro lugar favorito a la hora de los juegos.- dijo Leo con evidente nostalgia en la voz- Pasábamos horas enteras aquí cuando afuera llovía o la nieve era tan espesa que no se nos permitía salir. Pero cuando el incendio se devoró todo…
Mew vio que Leo se interrumpió de repente.
- ¿Estás bien, tío?- Mew se acercó a él y lo abrazó con dulzura. El hombre se aclaró la garganta, respiró profundamente y prosiguió con voz quebrada:
- Un incendio se generó en el ala sur de la granja y los dormitorios quedaron hechos ceniza. Así que tu padre y yo terminamos utilizando este entrepiso como habitación. Cuando tus abuelos fallecieron, él se mudó definitivamente con nosotros. Aún no había cumplido catorce.- Leo se secó un par de lágrimas y prosiguió- Compartíamos este mismo colchón, que cubre este baúl. Pero desde que Phillip se marchó a Tierra Firme ya no pude volver a dormir aquí. Los recuerdos no me dejaban…
Mew vio que un largo baúl profundo estaba pegado a la pared y arriba tenía un colchón grueso que acababa justo donde comenzaba el alfeizar del ventanal.
El techo caía en picada hacia el otro lado, hasta terminar fundiéndose con las tablas de madera del piso delgado. Las paredes pintadas de un celeste tranquilizador, el cómodo y amplio colchón y el aroma a lavanda que venía de la almohada hicieron que Mew se quedara dormido en pocos minutos. Leo lo había tapado con un grueso acolchado a cuadritos rojos, tejido, según le había contado, por la propia madre de Mew, como regalo para sus dos primos, luego del incendio.
Mew se sentía protegido. Era una sensación que no había tenido desde la muerte de su padre. Lo extrañaba de una forma intensa, tanto que a veces sentía que el corazón se le iba a romper. Pero desde que había conocido a Leo aquella fea sensación parecía haber mermado. Y ahora, sabiendo que en aquel mismo colchón, había dormido su padre, cuando tenía casi su edad y que la cubría delicadamente una manta hecha por su propia madre parecía que un gran peso había desparecido de sus hombros pequeños. Y tuvo una nueva y agradable sensación. Ya no sentía miedo. Empezaba a percibir que no se había quedado solo en el mundo.
Además, la Isla de los Espíritus recibía ese nombre por las leyendas que allí abundaban. Leyendas que contaban que no eran infrecuentes las visitas de espíritus. Mew había crecido oyendo esas historias. Y aunque sus catorce años ya no le permitían creer tan abiertamente en fantasmas, una esperanza profunda se había encendido en su pecho en el momento en el que supo que aquella isla sería su próximo hogar. Tal vez tendría suerte y en alguna de esas noches especiales podría ver a su madre y aún incluso escuchar su nombre pronunciado por la voz de su padre.
Más adelante, descubriría que no hacía falta convocar a las ánimas. Su madre se aparecía en algún gesto distraído de la tía Sarah o en alguna palabra, dicha como al pasar, en labios de su tío Leo.
Luego de un sueño profundo, Mew despertó con el alba. Apenas se había movido bajo la colcha a cuadros. Se levantó de un salto y sin perder la sonrisa en su carita juvenil, producida por la dulzura de verse allí, en Arcadia, comenzó a tender la cama. Cuando hubo dejado el cobertor prolijamente cubriendo las sábanas y hubo agitado las almohadas de plumas, se vistió, se peinó y dobló la ropa de cama. La guardó debajo de las almohadas y abrió un poco la ventana para que el fresco aire matinal renovara el pequeño entrepiso. Finalmente, y aún sonriendo, destrabó la escalera y bajó mientras canturreaba una vieja melodía que su padre le había enseñado. El aroma a salchichas recién hechas lo envolvió apenas llegó a la cocina.
Leo recibió al joven con un abrazo, mientras se sentaban a la mesa. Le puso tres salchichas en su plato y le sirvió una taza rebosante de leche tibia. Y mientras le untaba mantequilla a un pan recién tostado, preguntó:
- ¿Cómo dormiste, Dulzura?
Mew iba a responder en seguida pero por alguna razón se frenó y miró hacia el pasillo para cerciorarse de que Sarah no lo oyera. Miró a Leo y dijo en voz baja:
- No sé cómo ni porqué pero he sentido a mis padres conmigo toda la noche…
Leo lo observó conmovido. Se puso un poco nervioso y le untó , sin querer, otra capa de mantequilla al pan que tenía en la mano. Y cuando se lo entregó , le contestó también en voz baja: