Arcadia

10- ese joven Lynch

Mew estuvo todo el camino empinado de la colina, que separaba la iglesia de la granja Arcadia pensando en aquel extraño joven. Lo había visto solo un par de veces, y  desde lejos, pero siempre con la misma expresión en sus ojos negros. Mew conocía muy bien esa expresión. Era la que él mismo tenía cada vez que se miraba al espejo, cuando se despertaba a las tres de la mañana  y se echaba agua en la cara después de alguna horrible pesadilla, sobre todo en los últimos tiempos cuando su padre había caído enfermo. Era una expresión de miedo, de cansancio y sobre todo de tristeza.

- ¡No puede ser! ¡Otra vez esa cabra!- Leo Weiss tuvo que morderse la lengua para no soltar una serie de improperios que tenía preparados ante la urgente mirada de Sarah. Miró entonces de reojo a Mew y dijo, con un tono de voz más calmado.

- Iré por ella. Siempre hace lo mismo. Se escapa y va derecho al cementerio. Es una cabra muy rara.

- No, déjame a mí.- rogó Mew mirando el camino al Bosque Milenario- Yo la traeré. Conmigo se lleva mejor que contigo. Tú me lo dijiste.

Sarah abrió la boca para dar las miles de razones que tenía para negarse a semejante petición pero esta vez fue Leo quien le clavó la mirada a su hermana y ésta no dijo ni una palabra.

Habían hecho un pacto: evitarían, a toda costa, pasarle al jovencito el miedo a salir solo, el que mantenía encerrada a Sarah en la granja y la timidez que impedía que Leo pudiera relacionarse mejor con la gente del pueblo.

- Ve a buscarla, Mew.- dijo Sarah algo nerviosa- Nosotros seguiremos camino colina arriba hasta la granja. Te veremos allí en quince minutos, ¿de acuerdo?

Mew sonrió feliz. Se sintió, de repente, importante, como si la misión que le acababan de encargar fuera algo de vida o muerte.

- De acuerdo.- dijo con una amplia sonrisa.

Los hermanos Weiss se miraron en silencio y continuaron camino hacia Arcadia. Leo tomó suavemente del brazo a Sarah para evitar que se diera vuelta a mirar a Mew y para cerciorarse de que no se arrepentiría de la decisión de dejarla solo a Mew por primera vez. Y así se alejaron, a paso lento, mientras dejaban un reguero de semillas de girasol que iban pelando y comiendo.

Mew, quien no tenía idea del pacto que sus tíos habían hecho, aprovechó la oportunidad que se le presentaba. Sabía que la casa de aquel joven estaba al final de la colina, detrás del cementerio, bordeando la costa por un lado y el Bosque Milenario por el otro. Con una nueva y extraña sensación en el pecho que no pudo identificar, pero que lo hacía sentirse ansioso y contento a la vez, avanzó hacia el camposanto. Cerró tras de sí el pequeño portal de rejas negras y pasó por al lado de la cabra que pastaba con tranquilidad cerca de la tumba de Marjorie Abbot, sin siquiera mirarla. Avanzó los cien metros que lo separaban del bosque, prácticamente corriendo, sin quitar la vista del camino. Se frenó justo ante la primera hilera de árboles y empezó a avanzar con más lentitud. Las manos le sudaban pese al frío de aquella mañana. 

La ansiedad se estaba volviendo molesta así que Mew se mordió el labio y aceleró el paso. Llegó corriendo, casi a tropezones, despeinado y con la cara colorada hasta las rocas de la playa, justo a la entrada del viejo puerto. Y allí la vio: La casa  de los Lynch.

La estructura era muy vieja. Le faltaban casi todas las tejas del techo a dos aguas y las ventanas y puertas estaban desvencijadas. La casa era pequeña y tenía las paredes de madera descascaradas en las que se notaban varias capas de pinturas superpuestas.

Mew corrió hasta una de las ventanas traseras y se asomó un poco para ver lo que ocurría dentro. Allí estaba quien él presumía era la señora Lynch, más pálida que de costumbre, cortando unos vegetales con un largo cuchillo mientras miraba de reojo a sus hijos y les gesticulaba violentamente. 

El jovenciti no podía oír lo que ésta decía pero no hacía falta, pues por la expresión en su rostro se notaba que estaba enojada y de mal humor. Una botella casi vacía a su lado, destapada, cerca de un vaso se alzaba frente a ella en la mesa y su mirada pasaba del licor a sus hijos casi compulsivamente.

Los hijos más pequeños estaban en un rincón de la vieja cocina, limpiando un cajón de papas embarradas y brotadas. Otros ,los más grandes, se hallaban cerca de la puerta acomodando la leña a un costado del hogar.

Pero Gulf Lynch no aparecía por ningún lado.

 Mew recorrió con su vista una última vez, toda la habitación, pensando que quizás él estaba allí y no lo había reconocido. Al fin y al cabo, todos sus hermanos se parecían bastante a él.

Con un suspiro de frustración comenzó a alejarse de la ventana, retomando el camino hacia el bosque y fue allí cuando su mirada se encontró con un par de ojos negros que lo habían estado siguiendo desde detrás del tronco de un arce frondoso. Mew parpadeó y al volver a mirar, los ojos ya no estaban.

- Hola.- dijo con timidez.

- Es de mal gusto espiar a tus vecinos. ¿No te lo han enseñado?- dijo una voz detrás del árbol.

Mew sonrió y caminó hacia allí con resolución.

- …Y es de mal gusto no responder a un saludo.

El joven se asomó por detrás del tronco con una sonrisa en los labios. Era la primera vez que Mew lo veía sonreír y le pareció que aquel joven tenía la sonrisa más linda que había visto nunca.



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Editado: 17.09.2023

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