El eco del siseo final de la puerta sellándose aún vibraba en el aire cuando Lucius se giró con urgencia en busca de un panel de control oculto. No había nada, solo la fría certeza del metal bajo sus manos.
—¡Maldita sea! ¡Aiden! —exclamó con urgencia.
Noah, con el corazón latiendo en su garganta, notó la mirada fija de los empleados al inicio del pasillo. Sus ojos oscuros y penetrantes estaban clavados en él, inmóviles y calculadores, como si reconocieran algo en su esencia.
—General, no estamos solos —susurró a Lucius.
Siguiendo la vista de Noah, Lucius sintió cómo la tensión se espesaba en el aire. Los empleados, antes indiferentes, ahora parecían estatuas vivientes, sus ojos seguían cada movimiento con una precisión inquietante.
—Mantén la calma. No te separes de mí —dijo Lucius en voz baja, manteniendo la confianza.
El pasillo, antes bañado en una luz suave, ahora parecía más oscuro, más amenazante. El silencio era roto por el ruido molesto e intermitente de la señal de emergencia.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Noah, mirando a su alrededor, buscando una salida.
—Voy a encontrar una manera de entrar, aunque tenga que destruir la puerta a puñetazos. Aiden podría estar en peligro —respondió Lucius, determinado.
Los empleados comenzaron a avanzar lentamente por el pasillo, sus ojos fijos en el chico. Lucius, al verlos acercarse, se puso en guardia frente a él. Debajo de su ropa, unas líneas de luz tenue comenzaron a brillar, revelando la activación de su traje de combate.
—Prepárate para cualquier cosa —advirtió Lucius, en posición defensiva.
Justo cuando el general estaba a punto de atacar, los trabajadores cambiaron su enfoque hacia la puerta sellada y se amontonaron frente a ella, como si esperaran que se abriera. La tensión en el ambiente era palpable, un presagio de algo inminente y desconocido. Las miradas fijas y la luz roja intermitente creaban una atmósfera de expectativa. Lucius, con su traje de combate activado, estaba listo para cualquier eventualidad, su cuerpo estaba tenso como un resorte a punto de liberarse.
El ruido que se había apoderado del interior de la habitación fue roto por el sonido metálico y definitivo de la puerta desbloqueándose, apagando así las alarmas. La puerta se abrió tan inesperadamente que incluso Lucius se sobresaltó. Los empleados, moviéndose como un solo ente, entraron en la habitación sin una palabra, sus pasos sincronizados y silenciosos. Aiden, con la respiración agitada y la pistola aún en mano, giró su cabeza hacia el repentino sonido de la puerta, su corazón latiendo con fuerza ante la incertidumbre de lo que vendría.
—¿Qué está pasando? —se preguntó Aiden para sí mismo.
La puerta abierta revelaba las figuras de aquellos que entraron en una marcha sincronizada y mecánica. Sus rostros eran inexpresivos, sus ojos oscuros y vacíos, como si fueran meros recipientes de una voluntad ajena.
Aiden retrocedió instintivamente, un escalofrío recorrió su espina dorsal, pero no era solo por el miedo a lo desconocido. Era una sensación más profunda, un reconocimiento de que estaba en presencia de algo que desafiaba su comprensión del mundo. Sintió que cada vez que retrocedía se alejaba más de la realidad que conocía y se adentraba en una pesadilla. Por un momento, sus ojos se encontraron con los de ellos, y en ese breve intercambio, Aiden tuvo una sensación que no podía explicar, una mezcla de incertidumbre, con miedo y alivio al sentir que no lo estaban mirando a él.
—¿Qué son ustedes? —murmuró.
No respondieron. Se movieron más allá del joven, sus pasos resonando en el suelo como un eco distante. Se reunieron alrededor del doctor, quien yacía en el suelo, su pierna herida y su expresión una mezcla de dolor y confusión.
Dávalos, con la voz quebrada por el dolor y la desesperación, miró a los entes que lo rodeaban. —Homúnculos, ayúdenme, ¡ahora!... —ordenó, pero su comando sonó vacío en la vasta sala, un último intento insignificante de aferrarse al poder que se le escapaba de las manos.
—Homúnculos... —repitió Aiden en un murmullo.
Pero estos lo ignoraron, como si su autoridad sobre ellos se hubiera desvanecido con su sangre en el suelo. Aiden observó, paralizado, como estos seres se desentendían de su superior caído. Temblando y con los ojos muy abiertos, retrocedió lentamente hacia la salida, dejando caer inadvertidamente la pistola con un golpe sordo al suelo.
Noah, con el corazón en la garganta, observó cómo su amigo salía de la habitación. Su rostro estaba pálido, sus ojos reflejaban una tormenta de emociones que no podía descifrar. Corrió hacia él y lo abrazó, tratando de ofrecer algo de consuelo en medio del caos.
La puerta se cerró tras ellos con un clic, un sonido final y definitivo que parecía sellar el destino de todos dentro. El sonido de los gritos desesperados del doctor llenó el aire, gritos que se cortaron abruptamente con el sonido repentino de un disparo.
Lucius, con la atención puesta en la puerta cerrada, sabía que algo había cambiado, algo profundo y posiblemente peligroso. La situación se había vuelto más compleja, así que los escoltó rápidamente fuera del laboratorio.
El silencio de la noche fue roto por un sonido lejano, al principio apenas perceptible. A medida que las sirenas de la policía se acercaban, cada vez más fuertes, la tensión en el aire se hizo notar. Aiden y los demás intercambiaron miradas cargadas de preguntas sin respuesta. La policía de Solaris se había puesto en marcha tras recibir una llamada anónima.
—Vamos, debemos movernos rápido —instó Lucius a Aiden y Noah.
Cuando la policía llegó, encontraron la puerta del laboratorio abierta. Dentro, solo estaba el cuerpo sin vida del doctor Dávalos, rodeado de papeles que detallaban investigaciones y experimentos que nunca debieron ver la luz del día.
Por respeto a la autoridad de Lucius, se les permitió retirarse, en calidad de testigos, hasta una casa segura en Solaris escoltado por la policía para ser interrogados sobre los hechos a la mañana siguiente.