Pasos rápidos y cautelosos marcaban el ritmo de una sinfonía de paranoia. Noah caminaba por las calles oscuras de una ruidosa ciudad, cubierto con el trapo sucio que le había arrebatado a la pequeña chica. Sus ojos se movían constantemente, revisando cada rincón, como si buscara a un perseguidor. Horas habían pasado desde que comenzó a recorrer aquel lugar que apestaba a vicios; el olor a alcohol, sudor y humo flotaba en el aire, impregnando sus sentidos.
Las personas a su alrededor lo ignoraban, inmersas en sus propios asuntos. De vez en cuando, algún transeúnte lo miraba de reojo, con expresiones que iban desde la curiosidad hasta el recelo. Noah, consciente de esas miradas, se apresuró aún más. Miró hacia arriba y vio los paneles reflectantes del domo protector, mostrando estrellas artificiales e imágenes de una supuesta Luna que llevaba siglos sin ser vista directamente. La noche había caído sobre la ciudad, y con ella, ciertos elementos peligrosos comenzaron a brotar de los alrededores como ratas. A lo lejos, percibió la sombra de algunas de estas figuras observándolo, esperando tal vez que diera el paso en falso.
Sin pensarlo mucho, giró la esquina, y se dirigió hacia un viejo edificio con un cartel luminoso, que parpadeaba erráticamente, y entre las chispas que expulsaba de vez en cuando, al acercarse vio que era un pub. Siendo ya tan tarde, prefirió resguardarse a seguir su camino.
El ambiente era sofocante: cerveza rancia, murmullos y una música apagada desde una gramola. Pocos prestaron atención al extraño que entró. Noah se acercó a la barra, donde una mujer lo escaneaba con ojos inquisitivos.
—Una habitación —pidió Noah, intentando producir una voz más grave que la suya.
La mujer, que aparentaba unos cuarenta años, lo escaneó de pies a cabeza, como si pudiera ver a través de su disfraz. Alzó una ceja antes de responder con voz ronca y una ligera sonrisa.
—Una habitación, cien créditos. Sin información ni preguntas, ciento cincuenta.
Noah tragó saliva y asintió. La mujer había notado su nerviosismo, probablemente había adivinado que huía de algo.
—Sin preguntas, por favor—confirmó, mientras extraía los créditos necesarios y se los entregaba.
Noah, encorvado en su asiento mientras esperaba la llave, mantenía la cabeza gacha. Desde allí, podía observar el lugar y notó que algunos consumidores portaban extremidades metálicas, brazos brillantes de acero o piernas esqueléticas hechas de circuitos y cables expuestos. Otros llevaban ojos mecánicos, iluminando sus rostros en tonos rojos o verdes mientras escaneaban su entorno. Un ambiente de luces tenues y humo espeso llenaba el aire, junto con la discordancia de risas, gritos y conversaciones superpuestas.
—¡Les digo que lo vi con mis propios ojos! —gritaba un hombre desde el fondo. Era alto, con una espalda arqueada y un brazo robótico que rechinaba cada vez que levantaba su copa. Parecía estar narrando algo a un grupo de personas a su alrededor que, entre risas y expresiones de escepticismo, lo escuchaban.
—¡Claro, claro! —se burló uno de los oyentes, un hombre con un casco metálico cubriendo su rostro—. ¿Y qué más viste, una invasión de marcianos?
El borracho agitó su copa, derramando un poco del contenido mientras señalaba a su alrededor con un dedo tembloroso. —¡No, en serio! ¡Fue un misil enorme! Estalló en las afueras del vertedero hace unas horas. ¡Una explosión que sacudió todo! ¡Es el comienzo de algo grande, ya verán! —Su voz resonaba por todo el local, y algunos parroquianos levantaron la vista momentáneamente.
Noah, agazapado en su asiento, observaba la escena. Un escalofrío le recorrió la espalda al reconocer la descripción del hombre: la explosión del autobús volador que él había abordado. Bajó la mirada, tapándose un poco más con la capucha, intentando pasar desapercibido, mientras los presentes se reían y volvían a sus conversaciones.
—Ya, ya, cállate y tómate otra, viejo chiflado —rio otro mientras el borracho, indignado, alzaba de nuevo su vaso y continuaba vociferando teorías sobre una invasión inminente.
—Tercer piso, segunda habitación a la derecha—, interrumpió la mujer los pensamientos del joven, a la vez que le entregó una llave magnética.
Entre el caos en el ambiente, aprovechó para encaminarse lentamente hacia las escaleras, que llevaban a las habitaciones del piso superior sin ser observado. Subió muy rápido y cerró la puerta detrás de él, dejando el bullicio del pub atrás.
La habitación era vieja, y un leve olor a humedad flotando en el aire. La luz tenue de una lámpara apenas iluminaba el reducido espacio, donde un baño, en mal estado, completaba el cuadro de abandono.
La cama estaba cubierta con una sábana grisácea, áspera al tacto, y el aire tenía un olor leve a humedad. Una pequeña lámpara descansaba sobre la mesita de noche, proyectando un tenue resplandor que iluminaba apenas la cama estrecha, y el escritorio de madera con su silla malograda. Había un pequeño baño al fondo, cuyas baldosas descoloridas por el tiempo, delataban los años de uso.
Con un suspiro, se recostó contra la puerta, sintiendo por primera vez el peso de su propio cuerpo. Lentamente tiró el trapo sucio al suelo, y comenzó a quitarse el traje de combate que había sido su segunda piel durante todo el día. Se quedó con la ropa que llevaba debajo: una camiseta oscura y un pantalón ajustado, ambos pegados a su piel por el sudor. Envolvió el traje con el trapo que usaba antes, ocultando cualquier rastro de su identidad militar.
Fue entonces cuando sintió una punzada aguda en el costado. Al levantar un poco la camiseta, vio los moretones oscuros que se extendían por su abdomen, marcas del golpe que había recibido. Al tocarse la zona, un dolor agudo le recorrió el cuerpo, indicándole que la costilla fracturada aún estaba lejos de sanar. Los nanobots en su cuerpo habían estabilizado la fractura, pero la herida seguía ahí, latente y recordándole sus limitaciones.