El zumbido lejano de los trenes suspendidos recorría las calles de Kaysa, en el distrito Curie de la provincia de Babel. La mañana del domingo era movida en la casa de los Green; septiembre estaba a solo un día y estaban ocupados con los últimos arreglos para la partida de la menor del hogar.
Aunque el sol artificial de la cúpula brillaba con la misma intensidad de siempre, para Elizabeth esta mañana tenía un aire distinto. Era la última que pasaría en casa antes de comenzar su etapa universitaria.
—¿Llevas todo? —preguntó Martha, inspeccionando de reojo la maleta con la misma precisión con la que organizaba documentos de importancia nacional a diario.
Elizabeth, sentada en el borde del sillón, ajustó el cierre de su bolso.
—Sí, mamá. Revisé la lista tres veces.
—Cuatro no habrían estado de más —murmuró Héctor con una sonrisa nostálgica.
Su padre no intentaba disimular su melancolía. Para él, el tiempo había pasado demasiado rápido. Había visto a su hija crecer, convertirse en una jovencita brillante, lista para devorar el mundo con su ambición, y ahora, tenía que dejarla ir.
—Papá, la universidad no es el fin del mundo —bromeó Elizabeth, aunque su tono tenía un dejo de ternura.
Héctor cruzó los brazos, apoyándose contra el marco de la puerta de la habitación.
—Lo dices porque no eres la que se queda con una casa vacía. Tu madre se va mañana también y no regresa hasta el fin de semana.
Martha rodó los ojos, pero su sonrisa suavizó cualquier ironía en su gesto.
—Déjala respirar, Héctor. No puede quedarse aquí para siempre.
—¿Y por qué no? —respondió Héctor, exagerando un suspiro dramático, su esposa se acercó y lo besó para calmarlo—. Yo fui su director en la secundaria, ¿qué me impide convertirme en su rector también? ¡Sería una transición perfecta!
Martha le lanzó una mirada que mezclaba paciencia y burla.
—Sabes mejor que nadie qué tanto afectaría eso al desarrollo de la niña. Ya debe caminar sola. —expresó la madre sosteniendo el rostro del padre.
—Gracias, mamá. —dijo la chica a la vez que terminaba de peinarse frente al espejo de su cuarto. —¿Y tú por qué te vas mañana?
—Trabajo. Se pronosticó un Vacío esta semana; tenemos que estar pendientes todo el día. Será el primero desde el Pentagram.
—¡¿Van a estar toda la semana en eso?! —exclamó preocupada la joven.
—Es que, por culpa de la radiación, son tristemente el único momento en que podemos comunicarnos con otras Arcas. —explicó Héctor, cabizbajo.
—Si se da en los primeros días, regreso antes. No te preocupes. —dijo Martha mientras le quitaba el cepillo de la mano a su hija y continuaba.
—¿Seguirán avisando como siempre? —preguntó la chica, a la vez que disimulaba su emoción frente al espejo.
—Si activas las notificaciones del gobierno, sí. Tienes que estar muy atenta porque normalmente solo duran algunos minutos o... —Una sonrisa pícara se dibujó en el rostro de la madre— es la primera vez que te preocupas por eso.
—Aiden y Noah están fuera ahora; es un buen motivador. —dijo Héctor con una expresión de complicidad.
—¡Solo me preocupo por Aiden! —su rostro se enrojeció enormemente apenas se dio cuenta de lo que había dicho.
—Vaya, tienes la cara del mismo color que tu pelo. —bromeó el padre con una carcajada.
—¡Por Noah, quise decir por Noah! —exclamó encarando a su padre, quien levantó ambas manos como si se rindiera ante la ira de su hija. —No quiero hablar con Aiden aún. —Su voz fue apenas un susurro saliente de un rostro melancólico.
—Ya hace más de un mes, Liz, quizás ya hayan cambiado sus circunstancias —dijo Martha mientras se acercaba a su hija.
—Pero las mías aún no lo han hecho. —Se dio unas palmadas en la cara para enfocarse y recuperó su brillo. —Bueno, eso no importa ahora, debo irme y conocer nuevos profesores que me enseñen todo lo que necesito —replicó Elizabeth con un rostro lleno de determinación.
—¡Yo podría ser uno de esos profesores! —exclamó Héctor poniéndose de perfil y elevando un puño como si esperara ser fotografiado.
Su madre soltó una fuerte carcajada mientras Héctor fingía una expresión ofendida.
—¡Qué! Yo fui quien te enseñó a leer.
Elizabeth se acercó a él y, sin previo aviso, lo abrazó con fuerza. Sintió la respiración pausada de su padre y el leve apretón de su mano en su espalda.
—Gracias por todo, papá.
Él se quedó en silencio un instante, pero luego le revolvió el cabello con ternura, rompiendo la solemnidad del momento.
—Te adoro, mi niña. Ve y haz historia.
Martha la rodeó con los brazos justo después. La diferencia entre ambos abrazos era notable. Su madre, aunque menos expresiva con sus emociones, tenía un aire de seguridad y determinación que Elizabeth siempre había admirado.
—No olvides tu objetivo, pero tampoco olvides que hay cosas más importantes que el poder.
Elizabeth la miró con curiosidad.
—¿A qué te refieres?
—Tarde o temprano, estarás en el consejo de ministros conmigo. El día en que tengas que tomar decisiones difíciles llegará y cuando lo hagas, recuerda: lo que eres es más importante que lo que representas.
Elizabeth frunció levemente el ceño. No respondió de inmediato. Sabía que su madre no decía cosas sin razón, pero... ¿Qué significaba realmente eso?
—Lo tendré en cuenta —dijo finalmente, aunque en su interior la duda persistía.
El tren de levitación magnética para los estudiantes estaba a solo minutos de llegar.
—Bueno, es ahora o nunca.
Tomó un último respiro en la puerta de su casa. Su mirada recorrió el salón iluminado por la luz artificial de la cúpula, las fotos en la repisa, los muebles gastados donde pasó tantas noches jugando con sus amigos. Todo se sentía igual, pero a la vez, sabía que cuando volviera, algo habría cambiado.
—Vamos.
Y con esa última palabra en su mente, cruzó la puerta rumbo a la estación.