Arcadia

capítulo 29: Monstruo con alma

Complejo Cóndor: 1200 Km al este del cuartel general.

El cuarto estaba sellado. Luz artificial, justa para distinguir los hologramas y los rostros concentrados de los presentes. Sin ventanas. Sin relojes. El tiempo, allí dentro, no avanzaba.

En el centro, una cápsula flotaba sostenida por soportes gravitacionales. Dentro, el joven asesino se arqueaba de dolor. Cada espasmo parecía romperle la columna vértebra a vértebra. Estaba consciente, y eso era parte del castigo.

El cristal no dejaba escapar sonido alguno, pero las pantallas térmicas mostraban su sufrimiento con precisión matemática: latidos irregulares, picos de cortisol, músculos fuera de control. El cuerpo resistía… apenas.

Una docena de proyecciones holográficas mostraban fragmentos de su mente: recuerdos distorsionados, imágenes rotas, ecos de órdenes.

—Fíjate en el pulso —murmuró un técnico—. Está forzando el lóbulo frontal para desviar las preguntas.

—Nos acercamos al colapso neurológico —advirtió el ciborg conectado al sistema.

—No importa —interrumpió una voz seca—. Que se rompa si es necesario.

Lucius Draconis estaba al fondo, inmóvil, brazos cruzados. Su rostro no expresaba nada. Sus ojos, sin embargo, no parpadeaban.

El prisionero también lo miraba. No temblaba por el dolor… sino por él.

Lucius no hizo preguntas. No amenazó. Solo estaba allí, presente, como lo que era: el último monstruo necesario.

—Señor —dijo uno de los androides—. Tenemos un patrón. Entrenamiento desde la infancia. Órdenes fragmentadas. No parece tener una afiliación clara a ningún Arca.

—¿Y su contacto?

—Aún no. Pero hay algo que debería ver.

El androide proyectó una silueta fragmentada. Sin rostro, solo líneas quebradas.

La forma, sin embargo —el peso en una pierna, la amplitud de los hombros— le resultó insoportablemente familiar.

No podía ser.

Y sin embargo, el 99 % de su mente ya había cerrado el caso.

Ese 1 % de duda lo mantenía callado.

Lucius avanzó. Un gesto suyo bastó para que la cápsula se abriera. El grito del joven llenó la sala.

—No… puedes hacer… esto. Es tortura —jadeó.

—Puedo. Lo hago. Y seguiré haciéndolo. ¿O piensas acusarme con tu jefe? —Lucius acercó su rostro al del chico—. Estoy ansioso por conocerlo.

El golpe vino rápido. Lucius lo atrapó como si cerrara una trampa de acero.

Un crujido seco. Un grito. La mano cayó inerte.

El cristal volvió a sellarse. Silencio.

—Aumenten la presión. Quiero nombres, rutas y motivos.

—Señor, eso puede destruirle la mente —advirtió el ciborg.

—Llévenlo al límite. Una hora de descanso. No más.

Lucius se quedó quieto.

Por un instante, solo sus ojos parecieron pronunciarlo: Lo siento.

La HoloBand vibró en su muñeca. Respiró, contuvo la voz interior, y aceptó la llamada.

—Draconis.

—Lucius —dijo una voz cálida, casi irreal en ese lugar—. Tenemos que hablar. Se trata de tu nieto… y del otro niño.

El general se tensó.

—Karzak.

—El mismo que viste y calza. Estoy en tu oficina. ¿Té negro o de menta?

Lucius suspiró.

—Cualquiera. Solo no me dejes un desastre. Llego en dos horas.

—Perfecto —respondió la voz, y cortó la comunicación.

Lucius observó al prisionero una última vez. Luego, con un gesto seco, ordenó estabilizarlo: lo suficiente para que siguiera vivo.

Ni más. Ni menos.

El general se dirigió a la salida. Cada paso resonó firme en la sala en penumbras, como si el suelo temiera quebrarse bajo su peso. Nadie lo detuvo; nadie se atrevió a comentar nada.

Al abrirse la puerta, la luz blanca del pasillo lo envolvió. Su sombra se estiró detrás de él, devorando la sala y a aquellos que dejaba adentro.

Marchó a paso firme hacia su siguiente batalla, menos visceral pero igual de importante.

Tan certero como un reloj, exactamente dos horas después, el general aterrizó en un pequeño avión sobre la terraza del cuartel general. Su silueta descendió por la escotilla con la solemnidad de un verdugo que regresa del trabajo. Diez soldados lo esperaban formados, listos para escoltarlo.

El trayecto fue silencioso, formal. Al llegar al umbral de su oficina, Lucius se detuvo un instante.

—Retírense todos. Esperen en la zona común.

Soldados y androides obedecieron sin una palabra. La puerta se cerró tras él, aislándolo del mundo.

Adentro, la oficina parecía austera: un escritorio limpio, dos asientos. Nada más. O eso parecía.

Lucius arqueó una ceja al escuchar un chasquido suave, un panel deslizándose en su oficina. Buscó su origen por reflejo.

Karzak estaba junto a la pared, manipulando una máquina expendedora. Con un zumbido discreto, la pared volvió a ocultarla. Vapor humeante, paquetes sellados, incluso el logo de Aegis en algunos envoltorios.

—Té de Oolong —comentó el almirante, sirviéndose como si estuviera en casa. El vapor ascendía en espirales, cálido, casi dulce. Lo sostuvo bajo la nariz antes de dar el primer sorbo—. Apenas sales de aquí, ¿de dónde lo consigues? Es exclusivo en Aurora.

Lucius lo observó un segundo, midiendo entre molestia y complicidad. Al final, cerró la puerta con seguro y caminó hacia él.

—Puedes llevarte unas bolsas si quieres luego, además, si supieras las cosas que guardo aquí, no empezarías por el té. —dijo Lucius, sacando un paquete de la pared y colocándolo en la mesa al alcance del almirante.

Karzak rió bajo y le extendió una taza. El calor de la porcelana le recorrió los dedos, y por un instante, lo distrajo de la severidad de la visita.

—Debería visitarte más a menudo.

Lucius tomó asiento tras el escritorio, la madera fría bajo sus manos callosas. Suspiró, resignado.

—No viniste a robarme té. Suéltalo.

El almirante se recostó a la silla como si fuese la de su casa. Bebió otro trago, miró el humo danzar frente a sus ojos y soltó la primera descarga.




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