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<< ¿Por qué me tenía que venir a vivir a esta ciudad?>>, pensó Carrie, escondiéndose rápidamente detrás de un par de canecas de la basura. Sus alrededores, inundados de sobras de comida, líquidos y todo tipo de residuos, hicieron contacto con las plantas de sus pies justo en el momento en el que, agachada para no ser vista, pudo observar, gracias a la tenue luz amarillenta irradiada por un poste cercano, a sus perseguidores pasando a escasos dos metros mientras gritaban todo tipo de obscenidades. Eran cuatro muchachos, todos ellos amigos de Fabio, aquel simpático y parlanchín personaje, quien la había deslumbrado con su piel bronceada y sus ojos verdes. Aquel muchacho, el cual de un momento a otro, se había metido en su mundo poco después de su llegada a aquella hermosa ciudad caribeña. El mismo apuesto muchacho decidido a no descansar hasta hacerla pagar por la burla de la cual había sido víctima.
Carrie levantó la cabeza para asegurarse de haberlos perdido. Una vez doblaron la esquina se puso de pie y corrió hacia el lado opuesto. Solo le quedaba buscar refugio en algún lugar relativamente seguro. Regresar a su bungaló sería una locura, sabía que más temprano que tarde irían allá a buscarla. Solo le quedaba buscar a Verónica, no tenía a nadie más. Pero la niña muchacha del cabello oscuro había jurado no volver a ser su amiga. No importaba, eso había sido un juego de niños, y ahora se trataba de una situación de vida o muerte. A los diez y siete años se era demasiado joven para morir.
Resuelta a buscar el apoyo de su antigua amiga, llegó hasta la esquina, sintiendo aún la repulsión por haberse parado sobre los húmedos desperdicios, pero cometió el error de no fijarse en uno de sus perseguidores, quien había dado la vuelta a la manzana y ahora se encontraba frente a ella. Su sonrisa y su amenazante mirada parecían sacadas de una película de terror. Llevaba una botella rota en su mano y no demoró en utilizar sus labios para silbar algo parecido a alguna clase de señal. No pasaron más de quince segundos para ver a Fabio, y a dos de sus amigos, haciéndole compañía al de la botella rota.
–Carrie, no sé por qué me hiciste eso, pero ahora la vas a pagar… y con intereses. Aquí no va a venir ninguna pelada a burlarse de nosotros, y mucho menos una gringa… por más linda que sea.
Sus ojos claros vieron cómo Fabio, empuñando un grueso palo, avanzó lentamente hasta quedar a menos de dos metros. Las lágrimas brotaron de sus ojos, su corazón empezó a latir aún más rápido, sus piernas se hicieron gelatina y el pecho y la cabeza le empezaron a doler. Alcanzó a dar un paso atrás antes de ser invadida por la oscuridad. Cuando su cuerpo golpeó el asfalto, ya había perdido el conocimiento.
UN AÑO ANTES
Todo parecía indicar la llegada de una temprana primavera. Carrie se fijó en los rayos de luz que se colaban por los bordes de las cortinas de su habitación. Parecía que los días nublados del invierno empezaban a quedar atrás. Aunque debajo de las cobijas era algo lejano de confirmar, al menos lo que estaba viendo no hacía más que darle la razón a la información que el hombre de la televisión había dado la noche anterior: <<Será un lindo día en todo el estado de New Jersey, con temperaturas que llegarán a los sesenta y siete grados>>. Todavía estaban bastante lejos de ser los agradables ochenta o noventa grados del verano, pero al menos daría para dejar atrás las botas de invierno y la gruesa chaqueta, y estrenar las sandalias y una de las nuevas blusas que había recibido en la pasada navidad. Se levantó de la cama, abrió la puerta de su habitación y pasó directamente al cuarto de baño. Pocos minutos después regresó envuelta en una enorme toalla blanca. La ducha había sido rápida pero lo suficientemente efectiva para terminar de despertarla. Se vistió con sus jeans desteñidos, la blusa blanca sin mangas obsequiada por su madre, y se enfrentó al enorme espejo de su habitación. Aplicó algo de maquillaje en su rostro, algo de lápiz para delinear suavemente sus ojos claros, organizó su cabello castaño, el cual caía hasta un poco más abajo de sus hombros, y una vez estuvo lista, se dirigió a la cocina de la casa.
–¡Buenos días, ma! –se sentía alegre de ver cómo los rayos de sol de las siete de la mañana se colaban a través de las ventanas.
–Buenos días, Carrie, tu papá ya salió, tenía una reunión temprano –dijo su mamá, sirviéndole una taza de cereal que ella no tardó en devorar junto con un vaso de jugo de naranja, una taza de chocolate caliente y una tostada.
–Se te van a enfriar los pies, ¿no crees que es algo temprano en la estación para llevar sandalias? –la señora se mostró levemente preocupada.
–Mamá, es un día más que brillante, igual dentro de la escuela tenemos calefacción –protestó Carrie antes de despedirse de su madre, agarrar su morral y salir por la puerta que daba a la calle. Caminó un poco más de una cuadra hasta llegar a la esquina en donde la recogería el bus del colegio. Saludó al pequeño Arthur, un muchacho rubio de primer año que no tendría más de quince años, pero quien no disimulaba su alegría cada mañana al verla llegar.
–Creo que la primavera está aquí –dijo Arthur, fijándose en las sandalias y chaqueta ligera de su compañera de escuela.