Arenas Blancas

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Caminando hacia el aula de clase de Mr. Roberts,  Santiago pensó que solo tenía tres meses por delante: tres largos meses antes de poder regresar a su país. O como decían los gringos, y lo había escuchado de la señora Valero, una de las rezanderas que había visto a la salida de la iglesia católica el día anterior, lugar al que su familia de intercambio lo llevaba todos los domingos: <<este ha sido un largo año>>. Todo había comenzado a las mil maravillas, no hubiera podido pedir más, o por lo menos eso era lo que él creía. Se había sentido en el <<cielo>> al montarse en el monorriel del aeropuerto de Miami, cuando todavía estaba al lado de sus compatriotas y compañeros de intercambio, un grupo de más de ciento veinte muchachos y muchachas. Después de tomar un vuelo local, únicamente en compañía de una muchacha de su país, pero de diferente ciudad, pasó tres días con una familia de Bethlehem, en el estado de Pensilvania, en donde dos niñas rubias, una de doce años y la otra de dieciséis, le enseñaron las primeras frases en inglés mientras cenaban hamburguesas a las cinco de la tarde, jugaban golfito en la noche, o asistían a una barbacoa sin carne ni cerveza.

     Luego llegó a la casa de la familia Nelson en Nueva Jersey. Lo que para él era un nombre, para los gringos parecía haberse convertido en un apellido. Estuvo allí un mes, aprendiendo sobra la vida en una casa rural, lugar en el que a pesar de tener todas las comodidades de un país del primer mundo, se pudo dar el lujo de observar cómo uno de los hijos del señor Nelson bañaba y peinaba a su vaca preferida para llevarla a una feria ganadera, o de asistir a un juego de béisbol en Filadelfia para ver al equipo de casa perder contra los visitantes venidos de Atlanta, o asistir a un partido de fútbol americano, del cual no entendía casi nada, para disfrutar viendo a los ochenta y cinco mil espectadores enloquecer al ver a los <<Nittany Lions>>, de la Universidad de Penn State, derrotar al equipo de la Universidad de Nebraska en los últimos cuatro segundos de juego. También conocería lo que los locales llamaban <<Jersey shore>> o las playas de Nueva Jersey en un viaje de tres días en la compañía de los Nelson y de dos muchachas suecas, una de ellas antigua estudiante de intercambio, pero que en esos momentos se dedicaba a recorrer algunas ciudades de la costa del este Norteamericano en compañía de una amiga. Finalmente llegó a vivir con la familia Carver, papá, mamá y dos hijos de seis y ocho años, familia con la que actualmente vivía y con la que había empezado a sentir los primeros reveces.

     Al entrar al salón del profesor Roberts, solo encontró dos lugares vacíos, pero uno de ellos se encontraba parcialmente ocupado por  los pies descalzos de una muchacha. Se sentó en el que consideró su segunda opción, segundos antes de que el profesor ingresara al salón y empezara a dictar su clase, utilizando un tono ameno y sencillo. Habían transcurrido siete meses desde su llegada a los Estados Unidos, y su inglés ya era lo suficientemente bueno para entender y hacerse entender de manera fluida. Un compañero de cabello corto y rubio, el cual se sentaba en la silla de al lado, daba la impresión de ser una persona amable y cordial. En los siguientes cuarenta y cinco minutos se enteró que su nombre era Paul, estaba en penúltimo año, y no practicaba ningún deporte. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fue la muchacha que ocupaba los dos asientos, uno con su cuerpo y el otro con sus pies descalzos. Sus ojos claros, que pasaban del gris al azul, dependiendo del ángulo desde el que se los mirara, eran supremamente llamativos. El conjunto conformado por nariz respingada, labio inferior carnoso y altos pómulos no hacían más que componer una figura que no pasaría desapercibida en ningún lado. Su cabello negro, adornado de pequeñas ondulaciones, le llegaba algunos centímetros abajo de los hombros, y todo parecía indicar que tenía una figura esbelta. Definitivamente le llamaba la atención, nunca antes la había visto, era totalmente nueva para él, pero en el fondo sabía que no sacaría absolutamente nada de esa atracción.

     Al comienzo del año escolar, varias de sus compañeras se habían mostrado interesadas en él, pero su escaso conocimiento del idioma, de las costumbres, además de la falta de amigos que lo aconsejaran o lo ayudaran a entrar de alguna manera en la actividad social y en la forma de actuar de la gente de su edad, habían logrado que ese encanto desapareciera con el pasar de los días hasta llegar a convertirse en alguien que, a su manera de ver, no le llamaba la atención a nadie. Ésta nueva niña solo engrosaría su colección de amores frustrados, de atractivas niñas, totalmente diferentes a las de su país, pero que no pasarían a hacer parte de la historia de sus futuros amores. Sin embargo, decidió contarle a Paul el sentimiento que aquella belleza de ojos claros acababa de despertar en él. El compañero de cabello rubio la volteó a mirar antes de informarle que se trataba de Carrie, una muchacha de penúltimo año. Pensó que necesitaba saber más de ella. ¿Pero cómo podría llegar a entablar una conversación? Sabía que no sería capaz de abordarla con alguna disculpa, eso estaba por fuera de cualquier posibilidad. La única opción consistiría en tratar de sentarse más cerca de ella la próxima vez que asistiera a la clase de Mr. Roberts, y de esa manera, intentar entablar alguna clase de diálogo que tuviera que ver con la materia dictada por el agradable profesor. Consultó su horario de clases antes de darse cuenta de que tendría que esperar un par de días para volver a aquella aula. Era suficiente tiempo para pensar en la estrategia a seguir, además que le daría la oportunidad de observarla en los corredores del colegio, o en la cafetería, y cerciorarse que no estaba saliendo con alguien, cosa muy poco probable, teniendo en cuenta la belleza de su nueva compañera.  Pensó que a partir de ese momento, al menos tendría algo nuevo para ocupar su mente y sacarla de la rutina que estaba a punto de llevarlo a algo parecido a la locura.




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