Al entrar al salón de clase de Mr. Roberts, no tuvo la valentía suficiente para sentarse cerca de Carrie. A pesar de encontrar desocupada una de las sillas próximas a la muchacha de los ojos claros, pudo más el sentimiento de inseguridad que lo venía acompañando durante los últimos meses. La manera como su actividad social se había reducido desde su llegada a aquel país estaba quitándole la confianza en sí mismo que alguna vez había tenido. En poco tiempo había pasado de asistir a fiestas, salir a tabernas y a compartir con sus amigos, a verse limitado a unas pocas reuniones y a actividades diferentes y alejadas a las de la gente de su edad. Prefirió sentarse donde siempre lo hacía, al lado de Paul. Trató de concentrarse en las palabras del profesor, sintiéndose satisfecho de entender completamente todo lo que este decía. Pero solo bastaron unos minutos para que su compañero se volteara a mirarlo y le dijera:
–La niña que te gusta no hace más que mirarte.
Las palabras de Paul lograron que sintiera miles de mariposas revoloteando en su interior. Su corazón no tardó en acelerarse sentía la forma cómo la sangre fluía a través de sus venas. Un sentimiento nunca experimentado lo estaba invadiendo. Cada vez se hacía más evidente el interés que parecía estar despertando en ella. Dejó que pasaran un par de minutos antes de voltear a mirarla, solo para descubrir que lo afirmado por su compañero era cierto: Carrie tenía sus ojos claros puestos en él y no dudó en sonreírle y saludarlo con un movimiento de su mano derecha. Le contestó el saludo con una sonrisa, y al igual que ella, movió su mano de manera disimulada. Ahora se arrepentía de no haberse sentado más próximo. Lo único que le quedaba era esperar al final de la clase para acercarse y saludarla. Pero su sorpresa, la cual se fue directo a su acumulación de inseguridades, se dio en el momento en el que Mr. Roberts terminó la clase y Carrie se levantó de su silla y abandonó el salón de manera apresurada. Se quedó mirando cómo la linda niña atravesaba el umbral de la puerta sin ni siquiera voltear a mirar. Lo más seguro era que todo había sido una ilusión. No era lógico que alguien como ella, dueña de esa cara y ese cuerpo, se fijara en él, que no sabía dónde estaba parado, a menos que estuviera aplicando la estrategia de las mujeres Latinoamericanas: esperar a que fuera el hombre el que la persiguiera, el que la abordara, el que hiciera todo el esfuerzo para conquistarla. Si así era, todo se volvería más difícil por no decir que imposible. Sabía que, a la hora de la verdad, no estaba preparado para esa clase de movimientos. Si hubiese estado en su país, en su ciudad, probablemente habría sido diferente, pero tratar de conquistar a una gringa, sin tener la menor idea de cómo hacerlo, se salía de cualquier posibilidad.
Caminó lentamente hacia el salón de su siguiente clase. Pero el recorrido le pareció eterno: sintió cómo las mariposas que habían revoloteado en su interior fueron cambiadas por el peso de sus piernas al caminar, de su tronco, de sus brazos e inclusive de su libro y su cuaderno. Había empezado a soñar con llegar a tener, por primera vez en su vida, a una novia que reunía las características de la clase de muchacha que siempre había deseado. En su país había muchas mujeres de cabello oscuro, se podría decir que la inmensa mayoría, pero eran pocas las de ojos claros, y él siempre había querido salir con una mujer de ojos claros y de cabello oscuro, pues le parecía que construían una mezcla perfecta, la que, de alguna manera, reunía las características físicas de las mujeres de Latinoamérica con las de las mujeres de la Norteamérica anglosajona. Pero no se trataba únicamente de las cualidades físicas de una mujer, también se trataba de su forma de ser. Aunque no había cruzado frase alguna con ella, por la sola forma como lo había mirado y lo había saludado cuando se volteó a mirarla, podía notar que se trataba de una muchacha bastante alegre y simpática, que se trataba de una muchacha alejada de las apariencias, de las pretensiones, con una enorme espontaneidad y a la que no le daba vergüenza alguna demostrar sus sentimientos o sus deseos de expresarse. Era posible que estuviera sacando conclusiones apresuradas, imaginando cosas que algún otro podría calificar como de <<ilusas>>, no podía estar seguro. Sin embargo, prefería mantenerse pegado a una ilusión. Y aunque sabía que después de haberla visto partir de aquella manera se estaba apresurando a abrazar cualquier clase de sentimiento, y de que existía la enorme posibilidad de que ella hubiese tenido que salir corriendo de la clase de Mr. Roberts por algún asunto de fuerza mayor, también era consciente de la situación de desventaja en que se encontraba, todo gracias a su forma de ser, la cual solía darles más importancia a las cosas negativas que a las positivas. Pero no sacaría nada si se adhería al negativismo: ya había tenido varios meses de eso, ya solo le quedaba tratar de sacarle ventaja a los pocos que le quedaban, de intentarlo todo para llevarse un recuerdo positivo de lo que había sido su año de intercambio en los Estados Unidos. Aparte de unas pocas cosas sucedidas durante ese año, lograr algo especial con Carrie sería lo único que podría ayudar a mejorar aquella perspectiva. Además, no tenía miedo a enamorarse y a tener que dejarla tres meses después, pues como nunca se había enamorado, no tenía ni la menor idea de lo que eso significaba. Por ahora solo quería poder tenerla en sus brazos, acariciar sus mejillas, besarla y sentir que por primera vez en su vida estaba queriendo a alguien que no fuese a sus padres y su hermana.
Al final de la jornada se dirigió a su práctica de tennis tratando de enfocar la mente en la competencia que se avecinaba. En un par de días recibirían la visita de los tenistas de Vorhees, la escuela rival del condado de Hunterdon, y a la que habría que ganarle a como diera lugar.