Arenas Blancas

8

¿Qué podría hacer? No tenía clase con Mr. Roberts; en el receso de la mañana no la había visto por ningún lado y sabía que a la hora del almuerzo no se atrevería a abordarla en medio de sus amigas; no tendría la intrepidez suficiente para arrimarse a menos de diez metros de su mesa. Solo quedaba esperar a los minutos de reposo después del almuerzo y entonces rogar para que apareciera por algún lado. Además, no faltaría rezar para que no se encontrara en compañía de sus compañeras. Pensó que se acercaba la hora de empezar a definir las cosas, de ponerle fin a la larga espera, aquella que le había mostrado las fases más amargas de la vida en ese país, algo totalmente alejado a lo que había sido su realidad en su país de origen. La había visto la tarde anterior durante la práctica de tennis: sentada a algunos metros de la cancha en que él practicaba. Segundos después la había visto subiéndose a un auto conducido por una señora que podría ser su mamá. Solo vestía sus jeans y una blusa verde, llevaba su morral al hombro e iba descalza, tal y como solía hacerlo durante la clase de Mr. Roberts. Le había sonreído y lo había saludado, gestos que habían bastado para que las esperanzas regresaran. Ya no importaba que hubiera salido apresuradamente de la clase, lo que importaba era lo último que había sucedido, y claramente era una señal de que, a pesar de todo, seguía estando en la mente de la linda niña. Después de su última clase de la mañana llegó a la cafetería, se sentó a disfrutar de su sánduche de mermelada con mantequilla de maní al lado de un par de sus compañeros del equipo de tennis. No puso atención a lo que ellos decían, su mente y sus ojos se concentraron en ella. No dejó de mirar las otras mesas y las puertas que daban acceso al lugar tratando de encontrarla. Minutos más tarde la vio entrando en compañía de dos de sus amigas. Una de ellas era Julie Jackson quien, gracias a su apariencia, parecía sacada de una portada de revista. La otra era Sharon, la hermana de Jay, la primera muchacha que le había llamado la atención desde su llegada a aquel país. Pero ellas no lo vieron, se sentaron en una mesa que podría estar a más de veinte metros. Parecían divertidas, no paraban de conversar y reír mientras se alimentaban. Pero un par de minutos después, al levantar la mirada, se percató de aquellos ojos claros que, pese a la distancia, parecían estar fijos en él. La sonrisa de ella no se hizo esperar, lo que lo obligó a corresponderle de la misma manera. Se lamentó de verla rodeada por sus amigas. Pensó que de lo contrario hubiese tenido la voluntad suficiente para acercarse hasta su mesa y saludarla. Instantes después ella se volvió a entretener con sus amigas. Santiago terminó su almuerzo, el cual había estado complementado por un jugo artificial y una manzana roja, se paró de la mesa, se despidió de sus compañeros y se dirigió hacia el baño. Minutos después se sentó en la parte central del mall. Cruzó palabras con algunos conocidos que, al igual que él, reposaban por unos minutos antes de regresar a las aulas de clase. No llevaba más de cinco minutos en aquel sitio, cuando decidió salir al patio en donde habitualmente se reunían los fumadores. Aunque todo parecía indicar que Carrie no tenía novio, se le ocurrió preguntárselo a la primera persona que encontró en el patio. Se trataba de un muchacho rubio y alto, con el cabello largo.

–¿Conoces a Carrie? –le preguntó.

–¿Te refieres a Carrie Prescott?

–Sí, la de cabello oscuro y ojos claros.

–Claro que la conozco, es muy bonita –respondió el muchacho del cabello largo.

–¿Sabes si anda con alguien?

El muchacho aspiró su cigarrillo antes de responder.

–No, ella está sola, ¿por qué?, ¿te gusta?

–Sí, me gusta bastante –admitió Santiago.

–Ve por ella, tienes el camino libre –dijo el alto muchacho antes de apagar su cigarrillo y regresar al interior del edificio.

Santiago dejó pasar algo menos de un minuto antes de abandonar el patio de fumadores. Al hallarse nuevamente en el mall de la escuela se encontró con la sorpresa de que aquel muchacho, el mismo al que acababa de confesar sus sentimientos, conversaba con Carrie. Los dos voltearon a mirarlo justo en el momento en que se sentó en una de las bancas de cemento. Ella dejó ver una pequeña sonrisa que su compañero compartió. Estaba seguro de que hablaban de él, y lo más posible es que el impertinente rubio le hubiese revelado su secreto. Era realmente embarazoso: ahora ella conocía sus intenciones de antemano, y aunque nunca había parado de sonreírle desde la primera vez que sus miradas se habían cruzado, el hecho de que ella se enterara de aquella manera no lograba más que ponerle presión a la situación. Segundos después el muchacho de pelo largo marchó hacia los baños dejándola sola. Ella caminó unos pasos hasta quedar justo al frente de Santiago. No los separaban más de cuatro metros. Se recostó contra la pared que de forma circular se situaba en la parte central del amplio corredor, cruzó sus brazos contra el pecho y se quedó mirándolo directo a los ojos. Ya no sonreía, simplemente lo miraba, pero en sus ojos se podía leer su intención. Todo era muy claro: estaba esperando a que él se acercara y le hablara. ¿Pero qué podría decirle? Ya estaba enterada, lo sabía todo, ya no existían secretos. ¿Sería ridículo decirle que le gustaba? ¿Sería mejor hacer lo que había planeado y simplemente invitarla a salir? Solo era ponerse de pie, dar unos cuantos pasos y hablarle. ¿Pero si se negara, si no aceptara su invitación? No, eso no podía ser, no estaría ahí parada esperando a que él le hablara, estaría con sus amigas en algún otro lugar. Solo era armarse de valor, ponerse de pie y acercarse a ella. Si lo hacía, en menos de dos o tres minutos volvería a ser feliz; de lo contrario, no estaría haciendo más que alargar su ya de por sí prolongada agonía. Pero en el momento en que pensó que ya estaba decidido, que se levantaría, recorrería los cuatro pasos que los separaban y le hablaría, sonó la campana que llamaba a regresar a clases. En menos de dos segundos, el espacio entre los dos se vio atiborrado de estudiantes que iban y venían, todos con el afán de no llegar tarde a su siguiente lección. Sin embargo, instantes después, para cuando el lugar había quedado desocupado, ella todavía se encontraba allí, mirándolo a los ojos, con sus brazos cruzados, su jean azul, su blusa roja y sus sandalias. Ya no quedaba duda alguna, estaba interesada en él, estaba esperando a que le hablara. Santiago reunió el valor que no había tenido hace muchos meses, se puso de pie, trató de sonreír, avanzó un par de pasos hacia ella, pero las palabras que se escucharon no fueron las suyas, ni tampoco las de ella; fueron las de Mr. Stone, el profesor de matemáticas, quien les llamaba la atención por estar aun en aquel sitio en lugar de estar buscando sus respectivas aulas. Carrie lo miró mientras arrugaba los labios. A él solo se le ocurrió responderle de la misma manera. Instantes después, caminando hacía clase de fotografía, se lamentaba de no haberle hablado antes de que sonara la campana. Había quedado como todo un imbécil, de eso estaba seguro. Ahora las cosas se volverían más difíciles, por no decir imposibles.




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