Arenas Blancas

13

Definitivamente no era un mundo justo. No podías ser una buena persona; no podías comportarte como un ser medianamente racional si querías sobrevivir. Eran la clase de pensamientos que atravesaban la mente de Carrie mientras el enorme 747, en que se encontraba, volaba sobre las aguas del Mar Caribe. Pensó que no le quedaba más: encargarse de su propio destino, de lo que sería el resto de su vida. Derramó un par de lágrimas recordando lo que habían sido los últimos largos y penosos meses. Afortunadamente tenía su lindo rostro frente a la ventanilla del avión, o de otra manera la pareja de mediana edad que ocupaba los puestos junto a ella se habría dado cuenta. <<Damas y caballeros, les habla el capitán, en este momento empezamos a sobrevolar territorio colombiano. En aproximadamente una hora estaremos aterrizando en la ciudad de Bogotá>>, fueron las palabras que escuchó, las cuales brotaron de los parlantes ubicados en el techo de la aeronave. Sintió presión en el pecho, los nervios la visitaban de nuevo, estaban ahí para recordarle la incertidumbre de lo que se avecinaba. Solo podía agradecer dos cosas de su estadía en la prisión juvenil: una de ellas era haber hecho amistad con una muchacha colombiana, aquella que durante las largas horas de encierro le había enseñado a hablar español. Ahora tenía la oportunidad de utilizar ese nuevo idioma para tratar de cambiar su vida. Pero sabía que no sería nada fácil, especialmente cuando solo tenía la poca experiencia que una muchacha de diez y siete años podría tener. La segunda era haberse graduado de preparatoria, aunque su diploma siempre diría que lo había logrado en la escuela de la prisión juvenil. Miró a través de la ventanilla para encontrar, treinta mil pies más abajo, enormes praderas surcadas por anchos ríos; tonos verdes que iban desde el más oscuro hasta el más claro adornando las montañas y los valles; pequeñas poblaciones, lagos de aguas cristalinas, y lo que le pareció a la distancia una carretera que surcaba de norte a sur, complementaban el esplendoroso paisaje.

–¿Primera vez en Colombia? –sus pensamientos fueron interrumpidos por la pregunta de la señora que viajaba a su lado. Había utilizado un inglés en el que se podía notar que este no era su primer idioma.

–Sí –respondió Carrie volteándola a mirar–. Primera vez por fuera de los Estados Unidos.

–¿Viajas a visitar a alguien?

–No, en realidad no conozco a ningún colombiano –sabía que estaba mintiendo, o por lo menos algunos podrían considerarlo una mentira. Conocía a dos colombianos: la muchacha que le había enseñado español, aunque no querría asustar a la amable señora diciéndole que se trataba de una muchacha condenada a diez años de prisión por haberle clavado un cuchillo al hermano de su padrastro cuando este intentó abusar de ella. Y también estaba aquel muchacho que, por alguna inexplicable razón, no lograba sacar de su mente, pero del que no había vuelto a saber absolutamente nada–. Voy a tomar un trabajo en un hotel de Santa Marta.

–¡Oh, que interesante! Esa ciudad es muy bonita, tiene las mejores playas, el mejor ambiente, creo que te va a encantar –dijo la señora sin disimular una expresión de agrado.

–Eso espero –comentó Carrie con una tímida sonrisa. Recordó cómo había sucedido todo a partir de su salida de prisión, escasas tres semanas antes. Su familia nunca creyó en su inocencia, o por lo menos no lo hizo su papá, aunque su mamá había tratado de ser algo más comprensiva. Pero ella era débil de carácter y siempre se dejaba influenciar por la opinión de él. Todo había resultado en un casi que nulo apoyo en el momento en que había sido arrestada. Durante los diez meses y una semana en que estuvo tras las rejas, nunca recibió la visita de sus padres. Solo Sharon, su mejor amiga, la fue a ver pasados tres meses, pero sabía que no era culpa de ella; solo se trataba de las reglas del penal, las cuales no permitían que alguien por fuera de la familia visitara a las muchachas antes de los tres primeros meses. Al salir del encierro, milagrosamente su madre la había estado esperando tras las puertas del horrible lugar, la había llevado a casa, pero durante el recorrido le había dicho que tendría que buscarse otro sitio para vivir, que solo tenía dos semanas para encontrarlo. Una aterrada Carrie, en medio del llanto y el desespero por la enorme injusticia que parecía no querer detenerse, buscó refugio en su mejor amiga. Solo estuvo una noche en casa de sus padres y al día siguiente empacó su ropa y objetos más preciados y marchó a casa de Sharon. Encontró en los padres de ella el apoyo y la solidaridad que no había recibido por parte de los suyos. Sabía que tendría que encontrar un trabajo lo más pronto posible. No demoró en empezar a laborar en un restaurante de comidas rápidas, pero escasos diez días después de haber salido del encierro, el padre de Sharon le presentó la oportunidad de ubicarse en lo que parecía ser un trabajo algo mejor. Se trataba de dar clases de inglés a los empleados de un lujoso resort en las playas de Santa Marta, una pequeña ciudad ubicada a orillas del Mar Caribe en el norte de Colombia. Un antiguo compañero de universidad del padre de su amiga era socio de aquel lugar, y había tenido dificultad tratando de encontrar a alguien que tomara el trabajo. La fama negativa que tenía aquel país, debido a sus poderosos narcotraficantes, hacía desistir a todos los aspirantes cuando se enteraban del lugar en el que tendrían que laborar. <<Es una ventaja que hayas aprendido español, precisamente eso es lo que quieren. Eres algo joven para ocupar esa posición, pero ya están desesperados, además eres una niña muy dulce y sé que esa experiencia te va a ayudar a olvidar todas las injusticias que han cometido contigo>>, le dijo una noche el padre de Sharon cuando toda la familia terminaba de cenar. ¿Qué podría hacer? No quería quedarse toda su vida como la expresidiaria que tuvo que conformarse con empleos de baja paga para terminar casada con algún alcohólico que no pararía de pegarle. No tenía el dinero para asistir a una universidad y mucho menos para buscar un sitio en donde vivir. Colombia sonaba como algo peligroso, pero en todo caso era mejor que seguir en un lugar en donde todo le recordaba que hacía parte de lo que algunos llamaban “escoria” o “basura blanca”. Además, era el país de origen de Santiago, y aunque sabía que sería casi que imposible volverlo a ver, así estuviera algo más cerca de él, no descartaba la posibilidad de que algún día la suerte se atravesara en su camino y le diera la oportunidad de vivir y disfrutar lo que la injusticia le había arrebatado. Al día siguiente le comunicó al padre de Sharon su entera disposición para tomar el trabajo. Tres días más tarde fue entrevistada por el socio del hotel, quien quedó encantado por su dulzura, su inocencia y su belleza. <<Debes tomar el vuelo que sale del J.F. Kennedy con destino a Bogotá el próximo martes a las cuatro de la tarde. Allí pasarás una noche y al día siguiente te subes al avión que va a Santa Marta, ese sale a las diez de la mañana y a las once debes estar aterrizando. Alguien con un cartel con tu nombre te estará esperando>>, fueron las últimas palabras del amable señor, quien se había presentado con el nombre de Mr. Cederbloom. Al día siguiente recibió un paquete con los tiquetes aéreos, una hoja que describía el itinerario a seguir, un número telefónico de contacto en Colombia en caso de emergencia, un vale para el hotel en que pasaría una sola noche en Bogotá, una tarjeta de banco a su nombre, y quinientos dólares en efectivo. Toda la familia de su mejor amiga la acompañó al aeropuerto. No faltaron los abrazos, las lágrimas, los consejos, y las palabras del padre de Sharon, en las que le aseguró que siempre tendría a una familia con la cual contar. <<Considéranos tu familia, cualquier problema que tengas, háznoslo saber y ahí estaremos para ayudarte, y si decides regresar, ya sabes que nuestro hogar es el tuyo>>. ¿Por qué su papá no podía ser como el de Sharon?, pensó en el momento en que el avión viró hacia la izquierda y empezó a descender. Ya había oscurecido y solo unas pocas luces se vislumbraban en la oscura inmensidad. Quince minutos más tarde los trenes de aterrizaje se posaron en la superficie de aquel territorio desconocido. A través de la ventanilla pudo observar la caída de la lluvia. Al salir del avión, y mientras caminaba por los corredores del aeropuerto, recordó cómo se había imaginado una llegada diferente; un entorno que transmitiera lo que siempre había escuchado acerca de Latinoamérica: gente vistiendo prendas coloridas y apropiadas para climas bastante cálidos, de pronto un aeropuerto pequeño en donde animales y personas compartían los espacios, militares de lentes oscuros y armas amenazantes y un desorden reinante en el que todos hablaban duro o se hacían entender a gritos. Pero en su lugar encontró una edificación moderna y de buen tamaño, gentes con ropas elegantes y oscuras, un clima fresco que estaba lejos de lo que se podría ver en un poblado de la zona ecuatorial, y un ambiente que no tenía mayores diferencias con lo que había visto en el terminal aéreo de Nueva York. Pero sabía que su destino final podría ser algo diferente: ya no sería la ciudad capital, enquistada en medio de la cordillera de los Andes; se trataba de un lugar seguramente mucho más pequeño, de clima mucho más caliente, y ubicada a orillas del océano. Ahora solo tendría que esperar al siguiente día para empezar a vivir su nueva vida, aquella que la podría llevar a olvidar los horribles once meses que acababa de pasar.




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