Cansado de nadar en las cálidas aguas del mar de El Rodadero, sector en el que acostumbraban a hospedarse la mayoría de los turistas, regresó a la playa y se sentó sobre su toalla de colores. No tuvo que esperar demasiado para que un vendedor de cerveza pasara frente a él. Le hizo señas al hombre de piel bronceada y, segundos después, le compró una lata del refrescante líquido. Apenas el vendedor se alejó, y mientras disfrutaba de su bebida, se quedó mirando un avión rojo con blanco que parecía estar haciendo su aproximación al aeropuerto. Calculó que podrían ser las once de la mañana. <<Seguramente viene de Bogotá, más turistas llegando a ocupar estas playas>>, fue lo que le vino a la mente. La temporada de semana santa estaba comenzando, y al igual que las calles de la ciudad, las playas empezaban a lucir bastante ocupadas. Pensó que así sería mejor: tendría mayor oportunidad de conocer gente, de empezar a tener algo de vida social en esta pequeña ciudad, la cual sería su residencia por los próximos dos meses. Continuó mirando al avión hasta que este se perdió detrás de la pequeña colina que separaba a la playa de los sectores más próximos al aeropuerto. Giró su cabeza hacia el lado opuesto y se quedó observando los altos edificios de color blanco que complementaban el paisaje, caracterizado por sus playas en donde era fácil, a través de sus aguas, observar el fondo sobre el que se pisaba, las arenas donde se hundían los pies con facilidad, un malecón con pequeños puestos de ventas de jugos, helados, cerveza, ceviches, pinchos de carne o de pollo y arepas de huevo, y los toldos de diferentes colores, los cuales se alquilaban a aquellos que deseaban protegerse de los rayos del sol. Era el lugar perfecto para unas vacaciones, aunque no estaba seguro de si podría vivir en un sitio como aquel de manera permanente. Si tuviera una persona especial con la cual compartir, estaba seguro de que se sentiría en el paraíso, pero supuso que aquello sería casi imposible de que llegase a suceder. Su suerte no iba a cambiar de un día para otro, y si no lo había hecho durante los últimos meses, cuando se encontraba en Bogotá, o cuando estuvo a punto de lograrlo con aquella niña espectacular en Nueva Jersey, mucho menos lo haría en un lugar en el que no conocía más que al muchacho del estadio. Entonces sus pensamientos lo llevaron a recordar a Carrie. No entendía cómo podía estar encerrada en aquella prisión juvenil, pagando por un crimen que no había cometido, mientras él disfrutaba de las delicias de una ciudad paradisiaca y turística como Santa Marta. No entendía el porqué de aquel inesperado giro del destino. De cómo dos jóvenes, que recién empezaban a vislumbrar lo que habría podido llegar a ser un lindo noviazgo, con el paso de unas pocas horas se habían visto separados por la injusticia. Después de once meses, todavía no cabía en su mente lo que había sucedido. Pensó que daría cualquier cosa por sacarla del encierro y tenerla a su lado, pero en el fondo sabía que era una idea algo más que ridícula. Ella no había pasado de ser más que una compañera de clase con la que había conversado en un par de ocasiones; ni siquiera podría considerarla su amiga, mucho menos su novia, pero así mismo sabía que de no haberse atravesado el sucio destino, ella se hubiese convertido en su primer amor, de eso estaba completamente seguro.
Tomó un par de sorbos de su cerveza tratando de apartar aquellos pensamientos de su mente. Creyó que lo mejor sería regresar al apartamento alquilado por sus padres, ubicado a un par de cuadras de la playa, pero cuando se preparaba para marchar tuvo la sorpresa de encontrarse con Fabio, quien pasaba por allí.
–Primo, milagro de verte –saludó un sonriente Fabio.
–¡Fabio! ¿Cómo va todo? ¿Qué se dice? –estrechó la mano del muchacho después de haberse puesto de pie.
–Todo correcto, todo bacano… ¿Divirtiéndote en la playa?
–Pues como no hay nada más que hacer… Es que uno sin conocer a nadie en esta ciudad, la cosa es medio complicada.
–Cuadro, no digas eso, me conoces a mí y te tengo el plan perfecto para que conozcas más gente.
–¿En serio?
–Mira, primo, esta noche voy para sipote rumba, qué tal si me acompañas…
–Pues suena como bueno eso.
–Bueno, no, eso va a estar re bacano, apuesto a que mejor que cualquier rumbita de esas que arman los cachacos por allá en la nevera.
–¿Y en dónde es o qué?
–Es en la terraza de un edificio aquí en El Rodadero, con buena piscina, buen licor, las mejores hembritas del sector, plan insuperable, primo.
–Suena como sabroso, ¿y qué hay que llevar?
–Tu presencia, ganas de rumbear, de pasarla bien y la fuerza para no salir de ahí antes de las dos o tres de la mañana.
–¿Pero no toca llevar como una botella de algún trago o papitas para picar o algo?
–Primo, te estoy invitando a una rumba, no a una colecta para los damnificados de las inundaciones de Barranquilla.
Se encontrarían a las ocho de la noche en una esquina cercana a su apartamento; el lugar de la fiesta no estaba a más de cuatro cuadras, pero antes tendrían que detenerse en alguna tienda a comprar una botella de aguardiente que le habían encargado a Fabio. Parecía que las cosas empezaban a mejorar, tendría la oportunidad de empezar a conocer a la gente de la ciudad. Sonrió ampliamente antes de despedirse de Fabio. Todo parecía indicar que una nueva etapa en su vida social daría sus primeros pasos esa noche. Sin embargo, y a pesar de lo todo lo bueno, en lo profundo de su alma, y por alguna extraña razón, sintió cómo la imagen del bello rostro de Carrie regresaba a su mente, algo que hacía varios meses no le sucedía de una manera tan fuerte como ahora.