Arenas Blancas

22

–Oye, primo, tómate otra cerveza –le dijo Fabio a Santiago mientras le pasaba una lata, la cual sintió bastante fría al recibirla en su mano.

Se encontraban en un pequeño bar, de aquellos con techo, pero sin paredes, en la pintoresca Taganga, un poblado de pescadores y turistas cercano a Santa Marta. Eran cinco minutos los que se podían contabilizar desde que habían desembarcado de la lancha utilizada para regresar de Playa Blanca, atractivo lugar en el cual habían pasado el sábado en compañía de Alan y Verónica, y dos muchachas, las cuales Santiago había visto la noche de la fiesta, y quienes se habían presentado, unas horas antes, con los nombres de Jennifer y Penélope.

–Oye, paisa, ¿y qué te trae por aquí? –Jennifer, apartó el largo cabello rojo de su cara para dirigirse a Santiago.

–No soy paisa, soy de Bogotá… Cachaco, como dicen ustedes.

–Es que Jenni es de las que llama a todos los que no sean de aquí, paisas. Puede ser un gringo, un europeo o un chino, para ella todos son paisas –intervino Alan, su carácter alegre siempre presente.

Santiago, ya acostumbrado a explicar los motivos de su permanencia en Santa Marta, no tuvo inconveniente en repetir su historia.

–¿Y tú por qué hasta hora le preguntas eso?, no joda… Si tuviste todo el día –preguntó Fabio.

–Pero como tú no dejabas hablar con él –alegó Jennifer sacudiendo la cabeza.

Santiago pensó que no estaba lejos de sentirse en el paraíso. Lo que estaba viviendo no tenía ningún parecido con su vida anterior en Bogotá y muchísimo menos con la de Nueva Jersey. Con la amistad de Fabio, Alan, y Verónica, y ahora la de estas dos niñas, quienes parecías sacadas de una revista de modas, sumado a las playas, el clima y el ambiente, se conformaba un mundo del que no quisiera salir nunca. Ahora solo era cuestión de no volver a cometer los mismos errores de Nueva Jersey, por los cuales se había quedado solo y sin amigos.

–Tú eres libre de hablar cuando quieras, yo no me pongo bravo, aquí solo le tienes que pedir permiso a Vero para hablar con el cachaco –Fabio le dedicó una sonrisa sarcástica a Verónica.

–¿A qué horas? Yo aquí no soy dueña de nadie –alegó Verónica clavándole la mirada a Fabio.

Desde aquella malograda tarde, en la cual Verónica había salido corriendo, Santiago no había cruzado palabra con la linda rubia, además de no haber pasado tiempo alguno a su lado durante la visita a Playa Grande. Era consciente de la atracción sentida hacia ella, pero estaba decidido a no forzar las cosas, y menos ahora que todo lo que tenía que ver con el grupo de amigos parecía estar marchando sobre ruedas.

–¿Oigan, ustedes dos nunca se cansan de estar alegando? –preguntó Penélope, jugando con las puntas de su largo cabello negro.

–Nosotros no alegamos, nosotros nos amamos –dijo Fabio, abrazando a Verónica por un par de segundos hasta que ella lo obligó a soltarla con un movimiento de su cuerpo.

Estaba muy lejos de llegar a tener la confianza que Fabio exhibía con sus amigas, pero estaba seguro de que todo sería cuestión de días, o de un par de semanas. Consistía en adaptarse, en hacer lo que ellos hacían, hablar como ellos hablaban, y gustar de lo que ellos gustaban, aunque no podría llegar a ser tan parecido a ellos, o de lo contrario perdería aquel encanto que había logrado llamar la atención de Verónica.

–¿Y qué tal eso por allá en Nueva Jersey? –preguntó Jennifer, su cabello rojizo bañado por los rayos de sol del atardecer.

–Nada que ver con esto, mil veces mejor aquí, esos gringos son demasiado diferentes –Santiago sabía que estaba diciendo la verdad. Aunque en Colombia la mayoría de los jóvenes escucharan música gringa y vieran sus películas, la realidad de lidiar en vivo y en directo con las costumbres gringas era algo totalmente diferente. Sin embargo, sabía que, de haberse dado las cosas, con Carrie todo habría sido diferente.

–Es que no hay nada como Santa Marta –Alan se quedó mirando a un par de atractivas muchachas, quienes caminaban sobre la playa, y parecían tener sus miradas dirigidas hacia los restaurantes y bares.

–Bueno, ya vengo, voy al baño, esta cerveza lo pone a uno directo –dijo Santiago sin reparar en las muchachas observadas por su amigo. Se puso de pie, y recorrió los doce metros que lo separaban de los baños, ubicados en la parte trasera del lugar. Minutos después regresó, encontrando a sus amigos envueltos en una discusión.

–No me puedes decir que esa pelada no era gringa, o al menos de algún otro lado –le decía Jennifer a Penélope.

–Una paisa –el tono sarcástico de Alan era evidente.

–Sipote cabello así larguito, oscurito, eche, eso no puede ser de una gringa, yo creo que esa pelada era argentina o española –alegó Fabio.

–Pero ¿cómo vas a decir eso? ¿Es que no distingues el acento de Argentina o el de España? Además, con esos ojos claros… –Penélope sacudió lentamente la cabeza de un lado a otro.

–¿De qué hablan? –preguntó Santiago, sentándose en su butaca.

–De dos bizcochitos que se acercaron ahorita, así como mirando pa´todo lado, como buscando a alguien –Alan tomó un nuevo sorbo de su cerveza.

–Y Penélope y Fabio insisten en que una de ellas no era gringa –adhirió Jennifer–, ¿pero más gringa pa´dónde?




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