Me desperté, no sé bien a qué hora. Sonó la alarma de las cinco y treinta, y en otro intento fallido por madrugar, estiré el brazo y la callé. Volví a dormir. Cuando desperté por segunda vez pude ver como la luz del sol se filtraba entre las rendijas. No quise ver el reloj, por miedo a que sean las once, o las doce del mediodía.
Me levanté, y lo primero que hice fue llenar de agua la pava, y ponerla a hervir. Prendí la hornalla con el último fosforo que me quedaba. No encontré el encendedor, de seguro estaba y sigue estando en un sucio pantalón que hacía parte de una pila de ropa usada.
Fui al baño, todavía cansado. Me senté en el inodoro por pereza, demoré más de lo que debía, y como de costumbre una pierna se me durmió. Rezongando, me puse de pie, tratando de no apoyar sobre el izquierdo, porque me lo había esguinzado la semana pasada y aun estaba hinchado y dolía. Me cepillé los dientes que me quedan, mientras me enjuagaba sentí el chillido de la pava caliente. Fui corriendo, o lo que para mí es correr, a apagar el fuego de la hornalla.
Me apoyé sobre la mesada, jadeando. Cuando la respiración se normalizó, busqué yerba mate en la alacena. Quedaba solo un poco, lo último del paquete, el polvillo de esa barata yerba. Opté por agregar lo que quedaba al mate de ayer, al ver la pinta pensé que debería ir a comprar al quiosco de la esquina, pero estaba cansado y odio caminar; además no sabía si me quedaría algo de plata luego de comprar cigarrillos y fósforos. Nomás me senté a tomar el mate, los primeros estuvieron fríos, luego del tercero algo de sabor empezó a tener, y al quinto mate se me tapó la bombilla por el polvillo. Dios.
Mientras trataba de tomar mates, leía el diario. Lo mismo de siempre, robos, muertes, accidentes, catástrofes, y el dólar subiendo. A las pocas páginas lo dejé, la vista se me cansa rápido. Prendí la radio, y curiosamente hablaba de robos, muertes, accidentes, catástrofes, y el dólar subiendo. Con la radio de fondo comencé a acomodar un poco por encima mi cocina; lavé el plato de anoche, el vaso, y guardé en la heladera la leche que quedó toda la noche fuera. De la puerta de la heladera saqué una caja de vino tinto, ya que no podía tomar mates, y no tenía té ni colador. Tomé desde la caja, no tenía ganas de ensuciar el vaso recién lavado.
Abrí la ventana para que entre un poco el sol, era un día soleado, aunque hacia frio. Respiré un poco de aire, y sentí a los pocos segundos olor a carne asada. Se me hizo agua la boca, ¡hace cuanto no como carne! Claro, era domingo, mi vecino acostumbra a comer asado todos los domingos, no entiendo de dónde saca tanta plata. Casualmente lo vi, mi ventana da a su patio, y el terreno de mi casa está un poco más alto que el de él. Nos saludamos amigablemente, nuestra relación era buena, yo no tenía nada en contra de él (solo a veces), y él no tenía nada en contra mío. Varias veces incluso me invitó a almorzar con él y su esposa, y siempre me negué, no soy una persona sociable; aunque hace tiempo deseo que lo haga, solo para poder comer carne. Sin embargo parece que se cansó de que le rechace siempre y ya no recibo ninguna invitación.
No entendí nunca a mis vecinos. Se levantan temprano, salen a caminar, comen sano, ¡que aburridos! Incluso también me invitaron a caminar por la costanera, pero claro, ellos la tienen fácil; yo soy gordo, viejo, y carezco de salud. A veces lo odiaba, otra veces lo envidiaba, ¡como puede ser que tengamos la misma edad, y el parezca tan joven!, de seguro nunca trabajó, la tuvo fácil.
Miré el reloj, era más tarde de lo que creí, catorce con cuarenta. Más de la mitad del día desperdiciado. La panza me ruge, reviso que hay para comer, lo de siempre, arroz con kétchup. Pongo la comida en un plato y el plato en el microondas. Mientras se calienta voy al baño, soy viejo y mis riñones no funcionan tan bien como antes, cosas de la edad supongo. Me acerco al baño y veo extrañado la luz prendida, y la canilla abierta. ¡Dios mío! Con lo cara que me viene el agua, y todos los servicios. No sé quién es el presidente, pero algo mal está haciendo.
Bueno, me lavé las manos, volví a la cocina, y almorcé esa horrenda, y repetitiva comida. Menos mal que tenía el vino de treinta y cinco pesos, prefiero eso antes que el agua.
Terminé, no tengo nada para hacer, me aburro mucho. Tengo sesenta años y estoy jubilado por incapacidad, lógico, tengo problemas de todo tipo. Faltaría más que tenga que trabajar. Me acosté un rato, prendí la tele, y me quede dormido. Luego de dos horas de siesta salí de la cama con dolor de cabeza. Volví a ir al baño, luego otra vez a la cocina, y traté de tomar otro mate, y nada. Tenía sed, y ya no tenía más vino, por Dios, que parto tener que salir a comprar.
Me puse un saco viejo y medio roto, y salí de casa. Fui en dirección al quiosco de la esquina, y estaba cerrado. Que pocas ganas de trabajar tienen la gente. Tuve que caminar dos cuadras más, con el tobillo adolorido y el corazón a mil, insulté mentalmente. Llegué a la despensa, y lo primero que veo es que los precios habían aumentado, ¡no puede ser, pero si yo sigo ganando lo mismo de hace siete meses! Los cigarrillos estaban cerca de noventa pesos, y la caja fósforos cuarenta. Me sobrarían veinte pesos, pero no me iba a alcanzar para el vino, no tuve más opción que hurtar una caja y guardarla en el saco.