—Ariana...— susurró Belén con temor.
—¿Si, amor?— respondió de vuelta Ariana, sin mirar a Belén por estar concentrada en lo que cocinaba.
—Busca el auto, llama a los chicos, avisa a mi papá.
—Lo sé amor, es el procedimiento que establecimos para cuando hayas roto fuente. No te preocupes, no se me ha olvidado—. Ariana siguió cocinando sin darse cuenta de que estaba a punto de ser asesinada por una muy embarazada mujer que había roto fuente recientemente. Lástima para la embarazada que no pudiera asesinar a su mujer.
—¡Mira, jodida caída de la mata, te estoy diciendo que te muevas porque nuestro hijo ya viene! ¡Deja de cocinar y llévame al maldito hospital!—, explotó Belén, iracunda.
Ariana se sobresaltó por el grito, más sin embargo, todavía tardó unos segundos en procesar lo dicho por su pareja. Cuando por fin la claridad llegó a su cerebro, se dió la vuelta lentamente como si estuviera siendo acechada por una bestia salvaje. La realidad no se alejaba tanto de la ficción, Belén le veía con ojos salvajes y la respiración acelerada como la de un toro a punto de embestir.
—Yo-yo… La comida se va a quemar—se quejó Ariana, en medio del shock.
—Por mi que se queme todo el jodido edificio— gruñó. —¡Despierta y llévame al maldito hospital, Ariana Yoselin!
—Si-si, e-está bien— tartamudeó, estando de acuerdo, aunque siguió paralizada en su lugar.
—¡ARIANA!— gritó mientras se doblaba del dolor provocado por una contracción.
La aludida saltó y por fin reaccionó, apagó la cocina y dejó todo como estaba para acercarse a su novia y darle un apoyo para caminar.
Se dirigió hasta la puerta, donde previamente habían colocado una maleta con las cosas del bebé y que facilitarían la estadía de Leen en el hospital, y dónde, además, había dejado las llaves del auto al llegar de la oficina.
Su teléfono estaba guardado en el bolsillo de su pantalón, ya solo bastaba bajar los siete pisos que hay de distancia hasta el garaje. Suspiró, sus pobres oídos sufrirían.
Llegaron al garaje con solo una contracción de por medio, rápidamente subieron al auto y arrancaron a toda velocidad hacia el hospital. En el camino podría avisarle a los demás.
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Al llegar, los paramédicos se hicieron cargo y bajaron a Leen del auto para colocarla en una silla de ruedas y llevarla a la sala de partos, donde a Ariana no le permitieron pasar.
—Cuando sea hora, saldremos para ver quién le acompañará al paciente al quirófano—, le había informado la doctora de guardia en emergencia de esa noche.
Así que, cuando llegaron, sus amigos y el padre de Leen la encontraron dando vueltas en la sala de espera de emergencias, nerviosa.
Cerca de las cinco de la madrugada, una enfermera se acercó y preguntó por los familiares de María Akanti.
—¡Nosotros!— Ariana rápidamente se acercó.
—Ya ha dilatado lo suficiente, en diez minutos la llevaremos a pabellón— informó. —¿Cuál de ustedes es el padre?— preguntó mirando de Cristian, a Jesús y al padre de Leen intercaladamente.
—¡No hay padre, ella es mi novia! ¡Yo entraré!— replicó Ariana. La enfermera le vio de mala forma y ella le fulminó con la mirada, retandole a decir algo. Finalmente, asintió y le pidió que le siguiera para prepararse.
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Algunas horas más tarde, Leen aún estaba en trabajo de parto. Chillaba, berreaba y farfullaba en contra de quien quiera que le haya implantado la semilla en aquella noche de locura.
—¡Maldita sea, no dejaré que ningún hombre me toque de nuevo!— exclamó con fuerza después de una contracción muy fuerte.
—¡Más te vale, eres mi mujer!— respondió Ariana en medio del dolor. Iban a tener que reconstruirle los huesos de los dedos después de esto.
—¡Tú cállate, todo es tu culpa!
—¿¡Mi culpa!? ¿Y eso por qué?—, se indignó Ariana.
—Por caída de la mata— gruñó, conteniendose.
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Largos minutos después, un llanto potente se escuchó en la sala tres del pabellón quirúrgico del Hospital Central de Santiago.
Leen suspiró, ya era hora de que ese muchachito saliera de su pobre y maltratado cuerpo.
—¿Qué es, qué es?— preguntó ansiosa. Habían decidido no saber hasta que naciera.
—Adivina, es humano— bromeó Ariana, con una sonrisa divertida que se borró al notar la mirada de muerte que su pareja le enviaba. —Ya, ya. Es niña, ¿contenta? Bah, que no aguantas nada— rumió por lo bajo.
—¿Lyssandra Azucena, entonces?— preguntó Leen entre resuellos.
—Si, Lyssandra Azucena Sosa Akanti.