Ariel

Ariel

Era  nueve de diciembre cuando la nieve que caía en la ciudad de Nueva York se acumuló en el piso de la entrada de mi casa. Aquello me obligó a salir para intentar limpiar por lo menos un poco de lo que nos obstruía el paso. Mientras tanto Ariel, mi pequeña hija, se acercó al ventanal y puso sus diminutas manos en el vidrio para hacerse notar en medio de los objetos navideños que estaban justo al lado de ella, luego acercó su rostro y una bella sonrisa se dibujó en sus labios al darse cuenta que yo la estaba observando desde el patio.

La preocupación estaba ahí, en mis ojos, como si de pronto las fuerzas que había tenido durante los meses anteriores en el tratamiento de Ariel se hubieran ido para siempre. Pero sonreí, sonreí porque sabía que ella no tenía la culpa de lo que le pasaba y también porque necesitaba ver en mí un soporte, alguien en quién apoyarse.

Yo no quería verme de ese modo, lo que en verdad quería era ser más valiente, valiente hasta el final.

Le diagnosticaron leucemia dos años atrás, una que parecía ser intermitente. Me fue  difícil percatarme de ello porque siempre estaba muy activa y jamás le vi quejarse por algún motivo.

No quise aceptarlo.

Ariel era una pequeñita con una larga vida por delante y su situación me pareció de lo más injusta. Ella se merecía todo por hacerme tan feliz.

Mi hija siempre fue un ángel muy alegre, y la amaba con todo mi corazón. El brillo que emanaba sus ojos era maravilloso porque tenía distintos significados; en ocasiones era porque estaba feliz, en otras porque estaba emocionada, en otras por tristeza y en algunas otras porque tenía  hambre. Pero el detalle era que, si la conocías bien, sabías qué pasaba con ella solamente con mirarla a los ojos.

Recuerdo que llegó en un momento no tan indicado a nuestras vidas, Levi y yo habíamos acordado que esperaríamos al menos unos tres años antes de tener un hijo. Queríamos un tiempo para disfrutar de nuestro matrimonio, viajar un poco, conocernos mejor. Aún estábamos muy jóvenes  y queríamos divertirnos.

Sin embargo Ariel llegó un año después de habernos casado. De pronto mi periodo se atrasó y los siguientes dejaron de venir por nueve meses. Sabía que ese no era nuestro plan,  pero yo estaba muy feliz.

Mientras mi vientre crecía cada vez más, Levi y yo comenzamos a comprar unas cuantas cosas para ella; ya sabíamos que iba a ser una niña por el diagnóstico que nos dio el doctor en el ultrasonido, así que fuimos a surtirnos de tantas cosas como pudimos a una tienda especial para bebés.

Nos emocionamos mucho con la venida de Ariel, y creo que en su habitación se notó bastante ese detalle.

Levi tomó muy bien la noticia, incluso se mostró más feliz de lo que normalmente lo hace el enterarse de buenas noticias. Creí al principio que iba a molestarse por lo del acuerdo que teníamos, pero no fue así. Y eso me hizo todavía más feliz.

Entonces las luces que anunciaban la navidad se encendieron en el hospital la madrugada que Ariel nació. Levi había decorado mi habitación con  adornos de la época, además colocó un letrero enorme en la puerta para que nuestros familiares y amigos supieran en dónde estábamos cuando nos fueran a visitar.

Era una niña muy hermosa.

Cuando la cargué en mis brazos la primera vez, no pude evitar romper en llanto. Jamás había sentido algo como en aquella ocasión en toda mi vida. Siempre tuve un noción de lo que significa sentir felicidad, pero creo que nada se puede comprar a la infinita alegría que el ver a tu propio hijo en brazos produce.

Tenía el cabello negro, tal y como su papá. Los ojos, a pesar de que aún estaban cerrados, se parecían en tamaño a los míos. Sus cejas eran delgadas y muy finitas, pero sus brazos y sus piernas eran un tanto gorditas.

Levi y yo estuvimos al pendiente de ella los primeros tres años de su vida. Nos desvelamos muchas noches intentando que durmiera, aunque no fueron demasiadas como en un principio pensé, pero en otras ocasiones era muy difícil hacerla despertar.

Era nueve de diciembre cuando nevó en Nueva York, cuando tuve que salir a limpiar el patio de mi casa, cuando sus diminutas manos se posaron en el ventanal, cuando sus ojos me observaban con alegría al lado de los adornos navideños que tenía puestos en mi sala. Era nueve de diciembre cuando se cumplieron cinco años desde que nació, cuando le puse un vestido color azul que para mí significaba una esperanza, cuando el hecho de vivir más tiempo se le complicó. Era nueve de diciembre cuando la vida decidió que era su momento de partir.

Ariel fue una de las mejores personas que llegó a mi vida, un maravilloso regalo, un milagro.

Y la extraño profundamente.



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En el texto hay: drama, drama familiar, familia y amor

Editado: 07.10.2018

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