Ariel y Uriel - Almas hermanas

Capítulo 3- Ad portum animarum

Hasta para un arcángel es cansado el pasar tantas horas en servicio, solo deseo terminar la última operación para ir a descansar y sobre todo ver que mi familia se encuentre en buen estado.

Mi mujer y yo vamos a tener que trabajar en algunos cambios, sé que ella no ha sacado el tema aún, pero sé que le he estado cargando la responsabilidad del Comnopolio más de lo que se debe en los últimos meses, lo cierto es que con la carga de horas aquí termino demasiado cansado y no me da mucho tiempo para trabajar en ello, justo ahora ya no sé si haber aceptado el puesto de director fue lo más acertado, pero sé que era algo que mi padre deseaba que hiciera, tan solo debo encontrar la manera de disminuir horas de trabajo aquí.

—Todo listo doctor, le esperan en el quirófano —me informa el doctor González mientras caminamos por el pasillo a paso veloz. Usando vestimenta color azul y una bata blanca, además de sostener una tabla médica en mis manos. 

El doctor González es un hombre de veinticinco años, moreno y de estatura promedio, está un poco pasado de peso, pero nada que se note mucho, su cabello es negro. Es un asiático normal, y un gran apoyo para mí.

—Muy bien doctor González —le respondo sin detenerme—dígame ¿qué se ha averiguado acerca de la paciente del 202?

—Nada bueno doctor —me detengo y lo miro a los ojos—al parecer los únicos familiares con los que cuenta se encuentran de vacaciones en Los Ángeles y tristemente al parecer les importa un bledo lo que pase con ella

—Parentesco que guardan para con la paciente —le cuestiono y él se coloca sus manos en la cintura  

—Son sus nietos doctor, un par de desobligados por lo que pude averiguar —tuerce sus ojos al decirlo. Yo resoplo sutilmente elevando un momento mi mirada

— ¿Y no hay nadie más? —pregunto tratando de dar con alguna pizca de esperanza

—No doctor —aprieta los dientes y niega con su cabeza al hacerlo—la paciente está lista para retirarse a su casa, pero presenta un enorme cuadro de depresión y ansiedad, le tiene mucho miedo a estar sola

—Y dejar que se valla sería inhumano. —ahora yo me coloco una mano en la cintura. Un paciente en silla de ruedas pasa por nuestro lado. —Bien creo que tomaré el asunto en mis manos —añado con una mueca y asiento—gracias por su apoyo, ahora debo ir a cirugía

—Es un placer doctor Reyes —me muestra una mueca de gentileza. Amigablemente aprieto su hombro un momento como despedida para después tomar rumbo directo al quirófano.  

Camino por el pasillo saludando a demás doctores, enfermeras y pacientes, con una mueca y sonrisa gentil, aquí dentro esa es una de las cosas que uno más necesita.

—Bienvenido doctor —me saluda la enfermera Morán al llegar a la sala de operación

—Gracias enfermera, ¿el paciente está listo? —me coloco de espaldas para que ella me retire la bata y la sustituya con la quirúrgica

—Él, y el resto se encuentran listos doctor, tan solo le aguardan —me retira la bata

—Bien pues acabemos cuanto antes con el suplicio de ese chico —digo con una sonrisa

—Se le ve cansado doctor —me coloca la bata azul y la comienza a sujetar

—Sí, ha sido una noche pesada, temo que me terminé las reservas de café de la cocina —ella ríe ligeramente

—No creo que se lo cobren —me responde amena  

—Ventajas de ser el director. —ambos reímos.

Ella termina su labor y sin perder más tiempo ambos entramos a cirugía. Era una operación simple, no debía tardarme mucho, de manera que ingreso e inicio cuanto antes.

Estaba casi a punto de finalizar la operación cuando súbitamente sentí como si una daga se clavara en mi corazón, como si una parte de él se me fuera arrancada. Mis manos se quedaron inmóviles, sentía mis ojos cristalizados.

—Doctor ¿se encuentra bien? —me pregunta la enfermera con un hilo de preocupación en su voz. Mi respiración se entrecortaba cada vez más, el vacío en mi pecho crecía.

—Doctor —repite en llamado el doctor Silvestre. Un suspiro entristecido y moribundo logra escapar de mi garganta. Me recargo en la camilla y dejo caer mi cabeza.  

—Doctor —repite otra enfermera ya con una voz completamente preocupada

—Doctor Silvestre termine la operación por favor. —es lo único que consigo decir antes de salir de ahí casi disparado.  

Ni siquiera me doy el tiempo de retirarme la ropa quirúrgica en la sala de operaciones, la voy arrojando por los pasillos, el gorro, la bata y guantes, el personal médico y residentes del hospital me observan y murmuran, algunos sorprendidos, otros preocupados.

Entro al ascensor y presiono el botón de azotea. Mientras el cubículo asciende me recargo en su base metálica, mis ojos no paran de llorar. Apenas las puertas consiguen abrirse de nuevo salgo disparado, invoco mis alas y me lanzo por los aires. Cuando opto mi forma angelical, vuelvo al chico de rostro y cuerpo atlético de veinticinco años de edad mundana aproximadamente.

Casi amanecía, era un tanto arriesgado volar a esta hora del día, pero en estos momentos era lo que menos me importaba, tenía que llegar cuanto antes, así que me entrego al viento con fiereza.




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