En los Jardines Celestes, un reino suspendido entre las nubes y la grandeza de Arkanis, vivía un joven llamado Ian Bekkart. Su vida, aparentemente común, transcurría bajo la sombra del poder imperial, sin saber que fuerzas mayores ya tejían su destino. Ian parecía uno más entre los jóvenes de ese mundo flotante, pero algo dormía en su interior: un eco que pronto lo empujaría más allá de todo lo que conocía, hacia desafíos que romperían los límites de lo humano.
A los 17 años, Ian parecía sereno, pero sus ojos amarillos delataban un fuego contenido. Su inteligencia se reflejaba en la rapidez con que descifraba gestos, palabras y actitudes, anticipándose a lo que otros no veían. No necesitaba alardes: en el combate demostraba quién era. Cada golpe, cada esquiva, era parte de un lenguaje que solo él entendía, una danza de orden y propósito que revelaba su verdadero yo. Bajo esa disciplina, convivían la calma y el incendio de su alma.
Su hogar era un refugio lleno de amor. Su padre adoptivo, Alistair Bekkart, era uno de los siete ministros y portavoz del Imperio. Tenía el título más alto: Ministro Supremo. Su madre adoptiva, Anya Bekkart, completaba la familia con cariño y disciplina, criando a Ian junto a sus hermanos: Aelius y Makia y Sofía, quienes tenían la misma edad, aunque Sofía aún no había sido adoptada oficialmente, y la más pequeña, Alena, hija biológica de Alistair y Anya. Más que líderes, Alistair y Anya construyeron un hogar donde los lazos afectivos eran tan fuertes como el acero. Entre entrenamientos, juegos y conversaciones profundas, Ian vivió una infancia feliz y protegida.
La relación con Alistair era especial. Ian admiraba su poder y reputación, pero nunca lo vio como una figura inalcanzable. Era su guía y su sostén, el hombre que creía en él incluso cuando sus impulsos eran difíciles de contener. Alistair veía en Ian una llama brillante y confiaba en que su inteligencia prevalecería sobre cualquier obstáculo.
A pesar de los juegos políticos y las tensiones imperiales, la familia Bekkart permanecía unida. Para Ian, esa certeza era el ancla que lo mantenía firme, aunque en lo profundo presentía que algo se acercaba, una grieta invisible en la serenidad cotidiana comenzaba a abrirse.
Desde niño, Ian sentía que había sido marcado por un destino mayor. Los Jardines Celestes, con sus islas flotantes y cielos infinitos le enseñaron que la grandeza y el abismo siempre están cerca. Su alma pedía más que lo ordinario; buscaba un desafío que probara cada límite de su cuerpo y mente.
Los Jardines Celestes formaban parte del Gran Imperio, un continente inmenso que incluía múltiples territorios anexados. Entre ellos, los jardines flotantes eran un archipiélago suspendido entre las nubes, hogar de los jóvenes más prometedores. El imperio contaba con dos poderes militares: el Ejército Imperial, con su estructura establecida por rangos y disciplina jerárquica, y la Fortaleza Arcángel, una escuela única que formaba soldados independientes. Allí, los miembros no tenían superiores directos; su lealtad era hacia la excelencia, y solo podían ser convocados por el Gran Emperador o por el Sefirot, el puesto único y máximo de la Fortaleza Arcángel.
En la jerarquía de la Fortaleza, los rangos de poder y reputación iban del más alto al más bajo: Sefirot, Serafín, Querubín, Trono, Dominación, Virtud, Potestad y Principado. Al graduarse, los estudiantes obtenían el título de Arcángeles. Mientras eran estudiantes, se les llamaba Ángeles. Cada rango indicaba autoridad y respeto, pero no jerarquía obligatoria: la independencia de cada guerrero era total, y la obediencia solo se daba ante la convocatoria de los máximos poderes.
A los 17 años, Ian tuvo que elegir su camino. Podría haber seguido una carrera académica, la vida militar común o los pasos seguros de un burócrata del imperio. Pero Ian no nació para lo ordinario. Su decisión fue ingresar en la Escuela de los Arcángeles, una institución legendaria que llevaba 129 años formando a algunos de los guerreros más temidos del imperio. Ubicada en una de las islas más altas de los Jardines Celestes, la escuela no entregaba diplomas ni rangos formales: solo el derecho a ser temido, respetado y recordado como leyenda.
Para ingresar, debía superar el Examen de Ingreso, una prueba temida por miles. Solo uno de cada quinientos aspirantes era aceptado. La evaluación duraba tres semanas y medía mucho más que fuerza: exigía resistencia mental, juicio estratégico y un dominio total del cuerpo y la voluntad. Morir en la prueba no era raro.
Ian no le temía a la muerte. Le temía a no superarse. Cada golpe recibido era un maestro; cada fracaso, una herramienta para pulir su alma. Cuando caminó por primera vez por los pasillos de la Escuela de los Arcángeles, lo hizo sin buscar gloria: buscaba su lugar entre los elegidos. Su batalla no era solo contra los demás; era contra sus propios límites.