Arkanis

Capítulo 5: Los Cielos se Inclinan. El Despertar de los Colosos.

La mañana de la primera prueba comenzó con un silencio tenso que dominaba el vasto estadio. Ocho mil quinientos setenta y dos aspirantes, enfundados en idénticos trajes tácticos negros—ajustados para no entorpecer el movimiento y reforzados en las articulaciones clave—se alineaban como un bosque de sombras. Cerca de la entrada, una mesa custodiada por asistentes repartía las placas imantadas que debían llevar en el pecho. Allí, Isolde—quien durante la inscripción había mostrado un porte altivo—se sonrojó al encontrarse con Kael. Le extendió la placa marcada 3235 con dedos temblorosos.

—¿Cómo has estado? —murmuró, bajando la mirada.

—Muy bien. ¿Y tú? —respondió Kael, sorprendido por su cambio de tono.

—Muy bien, g‑gracias —contestó ella, apartando un mechón de cabello.

Un instante antes, Makia había recibido el 3232 y se detuvo junto a Isolde.

—Quería disculparme por la patada de aquel día —dijo en voz baja.

Isolde asintió, amable y con una sonrisa cálida.

—Y yo lo siento por mi actitud. Fui arrogante.

Se estrecharon la mano; una sonrisa tímida se dibujó en ambos rostros y el conflicto quedó atrás. Ian fijó el 3233 sobre su pecho, Aelius el 3234, y los cuatro amigos avanzaron hacia el centro de la arena, donde la tensión era tan densa como la bruma.

El estadio, colosal, alzaba muros de piedra desnuda que parecían observarlos. La luz que se filtraba desde lo alto bañaba el recinto con una claridad fría, resaltando cada gesto nervioso y cada respiración acelerada. Sobre la arena, ocho jueces levitaban en un círculo perfecto, suspendidos por una energía invisible que ondulaba como un espejismo. Entre ellos destacaba Rhygar, envuelto en un manto carmesí cuyas borlas chisporroteaban al roce del aire; su mirada, afilada y serena, evaluaba la ambición y el miedo con idéntica precisión.

Uno a uno, los aspirantes avanzaban al círculo de runas que brillaba débilmente en el suelo. Allí no había lugar para la timidez ni para el temor: cada contendiente debía desplegar su poder más puro, sin adornos ni trucos, ante la mirada inescrutable de los jueces flotantes. Algunos exhibían fuerza descomunal, levantando bloques de piedra con un gesto; otros desataban tormentas de fuego, viento o electricidad. No faltaron quienes distorsionaron la realidad o moldearon la energía con la mente. Cada habilidad, por impresionante que fuera, se medía no solo por su potencia, sino por la precisión con que se ejecutaba.

Aquella prueba no era una simple exhibición: era una evaluación de control, temple y preparación. La fuerza bruta carecía de mérito si no iba acompañada de dominio absoluto. Quienes se mostraban templados, capaces de emplear sus dones con exactitud y sin rendirse a la emoción, brillaban bajo la luz impasible de los ocho jueces—y, muy especialmente, bajo los ojos implacables de Rhygar.

La fila avanzaba lentamente, con cada participante demostrando lo mejor de sí. El número 1481, Aurora—cabello castaño oscuro, piel muy blanca y ojos café claros—acaparó la atención del estadio al convocar energías cósmicas que trenzaban luz y sombra con armonía perfecta. Makia, Kael y Aelius comentaron lo impresionante y hermoso de su don, Ian, en cambio, apenas reparó en los destellos. De pie, con los brazos cruzados, movía el pie en un vaivén inquieto. Su atención vagaba hacia el círculo de runas, imaginando su propio turno. Quería sentir el suelo crujir bajo su fuerza, quería oír a la multitud contener la respiración por su velocidad; cada segundo de espera le pesaba como plomo.

La jornada prosiguió hasta alcanzar el turno 2472. Ante el círculo de runas se presentó una joven de cabello blanco hasta los hombros, facciones algo infantiles y hombreras adornadas con plumas perladas. Su voz apenas fue un murmullo cuando pronunció su invocación; sin embargo, el suelo vibró con una fuerza ancestral. Un remolino esmeralda se alzó en espiral y, de él, emergió la silueta colosal de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada de la mitología, sus escamas irisadas refulgiendo como fragmentos de aurora boreal.

Un murmullo ahogado recorrió las gradas. Invocar espíritus era inusual; invocar un espíritu prime más inusual aún—pero invocar un dios—rozaba lo imposible. Los jueces se incorporaron, rompiendo la quietud marmórea que habían mantenido toda la mañana. La presencia de Quetzalcóatl llenó el aire con un perfume a selva húmeda y tormenta distante; plumas fulgurantes exhalaban chispas de electricidad divina.

La joven—Tezca—elevó una mano y el dios serpiente se inclinó ante ella, reconociendo su llamada. Con un batir de alas imposibles, la deidad lanzó un bramido que estremeció las paredes. Unos segundos bastaron: la demostración concluyó sin destrucción, pero con la certeza de que el poder de aquella invocadora es de otra era.

Un silencio reverente se posó sobre el estadio. Kael tragó saliva; Makia y Aelius no ocultaron el asombro ante la majestuosidad del dios emplumado.

Ian, por primera vez en toda la mañana, clavó la vista en la arena. Sus puños se crisparon, no por envidia, sino por un ansia feroz: deseaba medirse contra Tezca. La visión de la serpiente emplumada excitaba su instinto de combate; la adrenalina le rugía en las venas, la mandíbula se tensaba y un hilo de saliva se le escapó entre los dientes, prueba viva de que ya casi no podía contenerse. Cada fibra de su cuerpo pedía turno, pedía batalla, pedía probarse contra aquel poder que acababa de incendiar el estadio.

Los jueces intercambiaron una mirada cargada de respeto y alarma. En la historia reciente de la Escuela, nadie recordaba un aspirante capaz de invocar a Quetzalcóatl. El listón, ya alto, acababa de ascender hasta los cielos.

Un murmullo todavía recorría las gradas cuando llamaron al 3102. Un joven de porte atlético, melena naranja que caía en mechones rebeldes y ojos azules como acero ennegrecido por la escarcha, avanzó hasta el círculo de runas. Su actitud era tranquila, casi ausente, como si la proeza de Tezca hubiese encendido en él una determinación silenciosa.




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