Tres días habían pasado desde que los nombres comenzaron a brillar en las pantallas de energía como constelaciones nuevas. Tres días en los que los ecos de proezas imposibles aún flotaban en los pasillos de la Escuela de los Arcángeles. Y ahora, por fin, los 1865 aspirantes que habían superado la primera prueba se encontraban reunidos una vez más… no en la arena de entrenamiento, sino en el corazón mismo del poder: el Estadio Celestial, centro sagrado de los Jardines Celestes.
Allí estaban. En filas inquebrantables, formaban un océano de guerreros jóvenes, cada uno con el fuego en los ojos y el futuro ardiendo en los puños. Encima de ellos, los cielos resplandecían como una cúpula viviente, y las islas flotantes dibujaban una danza solemne sobre la multitud. Las gradas, rebosantes de miles de espectadores, vibraban con la emoción de una nueva era que comenzaba a escribirse.
Una pantalla colosal —una cortina de luz líquida suspendida en el aire— proyectaba rostros, nombres, momentos de gloria. Cada chispa de esa proyección era una promesa, o una advertencia.
Y entonces, todas las miradas se dirigieron al gran balcón. El palco Imperial.
El trono alto del poder.
Allí, bajo el escudo imperial de los Jardines Celestes, se alzaban los titanes de la era presente. En el centro, majestuoso, el Rey de los Jardines Celestes: Valerius Noxaurum Blackgold. De porte atlético, piel morena curtida por el combate y ojos verdes intensos como esmeraldas bélicas, era más que un rey: era una leyenda viva, uno de los cinco Guerreros Legendarios. Su armadura de oro negro, metal reservado únicamente para los de sangre real, destellaba con autoridad. Sobre su cabeza, una corona negra sin ornamentos, símbolo austero de un linaje que no necesitaba joyas para ser temido. Su capa roja ondeaba hasta el suelo como la sombra de una tormenta.
Entre las filas, Aelius Bekkart levantó la vista. Y sus ojos —normalmente serenos, casi clínicos— brillaron con una chispa distinta. No era admiración. Era rencor. Aborrecimiento pulido por años de secretos. La sola presencia de Valerius hacía retumbar viejas cadenas en su alma.
A su lado, como un bastión de equilibrio, estaba Alistair Bekkart, Ministro Supremo de los Jardines Celestes, padre adoptivo de Aelius, Makia e Ian. Su semblante era una mezcla de sabiduría y contención. A su derecha, Rhygar, gran maestre de la Fortaleza Arcángel, observaba con los brazos cruzados y su capa carmesí ondeando al ritmo del silencio.
Y entonces, el cielo pareció pesar un poco más.
Porque al centro del balcón apareció una sombra viva.
Aurelius Noxaurum Blackgold.
Hermano mayor del emperador. Padre de Valerius. Ex rey de los Jardines Celestes. Rechazó el título imperial, y luego el trono de los cielos. No por falta de mérito, sino porque su alma pertenecía a la guerra. Su nombre era leyenda y maldición al mismo tiempo. A sus casi sesenta años, su cuerpo parecía tallado en granito, con músculos de acero y una presencia que aplastaba como una montaña. Tenía la piel de un tono moreno claro, ojos verdes como los de los Noxaurum, pero cargados con un peso ancestral.
Vestía una armadura negra ajustada hecha de oro negro, sin capa ni adornos. No los necesitaba. Cada pisada suya era como el estruendo de un trueno. No era la fuerza lo que se sentía… era la muerte avanzando.
Cuando apareció, el estadio se congeló. Un silencio helado cayó entre el público. Incluso los más valientes sintieron cómo su piel se erizaba. Algunos tragaron saliva sin darse cuenta, con la garganta reseca por un miedo que no sabían explicar. Otros desviaron la mirada, como si sostenerle los ojos fuera una osadía demasiado costosa. Su presión era puro terror, una ola de muerte que envolvía sin tocar. No era un hombre. Era un juicio que caminaba.
Desde las filas de aspirantes se escucharon susurros:
—¿Ese es el Comandante Supremo del Ejército Imperial? Aurelius Noxaurum Blackgold.
—¡Es el abuelo! —dijo Makia con un hilo de voz.
El fue maestro de Alistair desde su juventud, y por eso los Bekkart lo consideraban su abuelo, incluyendo a Ian, Makia Alena y Aelius. Y tambien Sofia.
—¿Por qué le tienen tanto miedo? —murmuró Ian, frunciendo el ceño—. Es un idiota amoroso… no entiendo por qué todos tiemblan.
Kael, por su parte, apenas podía creerlo: venir de la zona oscura y estar frente a estos colosos, entre reyes, emperadores y guerreros legendarios, le parecía un sueño imposible.
Los apodos de Aurelius hablaban por sí solos:
El Desgarrador de Vidas.
El Martillo de Guerra.
El Emisario de la Muerte.
La Sombra de Sangre.
Y ese día, la sombra caminaba sobre la luz.
En contraste, apareció el Gran Emperador Tiberius Noxaurum Blackgold, con una energía distinta, igualmente poderosa pero sin el filo de la muerte. Tenía cerca de cincuenta años, y una apariencia imponente y atractiva, con piel morena de tono profundo y ojos verdes que irradiaban dominio sereno. Su presencia no infundía miedo… infundía respeto absoluto.
Los Noxaurum Blackgold eran la familia real del Gran Imperio, ocupando simultáneamente los tronos del Gran Imperio y de los Jardines Celestes, aunque el título de Gran Emperador se mantenía en la capital imperial.
Su armadura también era de oro negro puro. Su capa roja arrastraba el eco de su poder. Y sobre su frente descansaba una corona negra, igual de simple, igual de imponente.
Antes de tomar asiento, Tiberius levantó una mano con elegancia serena y saludó discretamente hacia el público. Pero no fue un saludo general. Fue dirigido, preciso. Su mirada se cruzó con la de Aelius, y con un gesto casi imperceptible, le rindió un reconocimiento silencioso.
Aelius respondió con una sonrisa cálida y contenida, cargada de respeto, pero bajo esa serenidad, aún latía un nudo indisoluble de desprecio.
El público, al ver el gesto, creyó que el Gran Emperador había saludado a todos. Y en un instante, el estadio estalló en vítores.