Y entonces, mientras la atmósfera se tensaba con la presencia de esos colosos, algo completamente inesperado sucedió.
Por primera vez en la historia registrada del Gran Imperio, una figura emergía del mito para presentarse en carne y hueso: el Rey Emperador de Amekaris. Una nación lejana, envuelta en siglos de aislamiento y misterio, sin alianzas políticas, sin tratados vigentes, sin guerras recientes y sin necesidad de ellas.
Durante generaciones, Amekaris había sido poco más que un susurro en los márgenes de los mapas globales, una sombra olvidada por la diplomacia, una leyenda susurrada entre sabios. Ningún emisario había cruzado sus fronteras. Ningún tratado firmado. Solo el eco remoto de un poder antiguo, enterrado por el tiempo.
Y sin embargo, ahí estaba.
Desde lo alto del balcón central de la arena, apareció el Rey Emperador, revelando su figura al mundo como un presagio viviente. Leftraro. Solo Leftraro, sin apellidos, sin linaje anunciado. Su sola presencia los eclipsaba a todos.
Con el torso desnudo y esculpido como si la historia lo hubiera cincelado, su piel morena brillaba bajo la luz del mediodía. Llevaba el cabello oscuro, largo hasta más allá de los hombros, y sus ojos —oscuros y ligeramente rasgados— absorbían la escena con una calma que imponía más que cualquier grito. Sobre su cabeza, una corona de plumas rojas, vibrante como una llamarada domada, se alzaba como símbolo ancestral de poder absoluto. Un pantalón de lino café, elegante y ceremonial, completaba su atuendo: austero, majestuoso, letal.
Su energía vital no era como la conocían en el Gran Imperio. Era una corriente más densa, más salvaje, más antigua. Una forma de poder que desafiaba las reglas establecidas por los sabios del continente, un aura que parecía hablar directamente con las raíces del mundo.
Una nueva era no solo se anunciaba: se encarnaba.
Y su nombre era Leftraro.
Kael tragó saliva con fuerza. Sentía la piel erizada y las piernas pesadas, como si el aire mismo lo aplastara. Jamás había estado tan cerca de seres de esa magnitud: Tiberius, Alistair, Aurelius y ahora Leftraro. Sus manos sudaban, su respiración era corta. “¿Cómo se supone que voy a sobrevivir aquí?”, pensó, con un miedo reverente que lo hacía sentirse diminuto.
Leftraro se alzó, firme y solemne, y su voz resonó por la arena:
—Por mucho tiempo, Amekaris y el Gran Imperio fuimos naciones desconocidas. Ni enemigos, ni aliados. Hoy eso cambia. Confío en los ideales de Tiberius y en su fuerza. Que este día marque el comienzo de un camino compartido hacia un futuro más grande.
Luego, hizo una ligera inclinación hacia Tiberius, reconociendo su autoridad, y retrocedió, dejando que el Emperador del Gran Imperio tomara la palabra.
Y así, con la aparición de Leftraro marcando el punto final de las presentaciones, el ambiente quedó suspendido en un silencio solemne. Las miradas se alzaron entonces hacia el gran balcón imperial, donde se encontraban algunas de las figuras más poderosas del mundo: Alistair, Rhygar, Kleominsa, Astrid, Eirik, Aurelius, Valerius, Auron y Kraven, todos de pie, observando con atención implacable. Pero por encima de ellos, ligeramente elevado, como si incluso la arquitectura lo reconociera como el vértice de poder, se encontraba el Emperador Tiberius.
Se puso de pie lentamente, como si incluso el aire esperara su gesto para moverse. Su capa roja ondeó detrás de él como una extensión de su autoridad. No necesitó amplificación ni traductores: cuando habló, su voz llenó la arena entera con la fuerza de un trueno controlado.
Todos los aspirantes guardaron silencio.
El Emperador Tiberius alzó la mano, y el silencio descendió como un manto sagrado sobre la arena.
Su voz, profunda y serena, fluyó como el eco de una verdad olvidada:
—Valientes jóvenes…
Hoy están aquí no solo por sus talentos, ni por sus linajes, ni por sus orígenes. Están aquí porque el fuego en sus corazones desafió al destino y los trajo hasta este umbral.
—Mucho se ha dicho sobre estas pruebas. Se las llama “forjas”, “selecciones”, “cruces de gloria”… pero en mi corazón, cada vez que uno de ustedes cae en estas arenas, siento que algo se pierde. Porque cada uno de ustedes es una posibilidad, una promesa, un futuro que aún no ha sido escrito.
Hizo una pausa. Sus ojos recorrieron los miles de aspirantes como si pudiera verlos uno por uno.
—El valor no siempre se mide en sangre. La fuerza no siempre se demuestra con muerte. Y un Imperio fuerte no se construye sobre cuerpos rotos, sino sobre voluntades que se elevan.
Su voz titubeó por un instante. Apenas un temblor, casi imperceptible… pero real. Como si un dolor antiguo le rozara el alma.
—Hay quienes creen que solo los más despiadados merecen portar el emblema del poder. Que solo sobreviviendo a lo atroz se forja la verdadera grandeza. Pero yo…
Yo me atrevo a pensar diferente.
—¿Y si aquel que cae hoy era quien podría haber cambiado nuestro destino?
¿Y si en este campo de sangre se pierde al más sabio, al más justo, al más noble de todos los guerreros que jamás habríamos tenido?
El silencio era absoluto.
—Por eso, a pesar de la dureza de este examen, deseo desde lo más profundo de mi ser… que todos ustedes sobrevivan.
Que se levanten al final del día no solo como guerreros, sino como faros de una nueva era.
El mundo que heredarán será vasto y complejo y necesita más que poder. Necesita propósito. Necesita conciencia.
Necesita vida.
—Luchen con coraje.
Luchen con honor.
Y sobre todo, no olviden quiénes son.
El Imperio los observa.
El cielo los recuerda.
Y el mañana los necesita… vivos.
Cuando terminó, no hubo aplausos.
Solo un silencio reverente que habló más que cualquier ovación.
Alistair dio un paso al frente. Su armadura de Titanochromo oscura y opaca resplandecía apenas, bajo la luz del mediodía. Sobre sus hombros, la capa blanca ondeaba con elegancia. No elevó la voz; su sola presencia llenó el aire.