Arkanis

Capítulo 12: ¡Parpadeo Sónico! Shock

Las pantallas, vibrando como corazones alterados, se fijaron de nuevo en Ian.

Frente a él, apenas protegida tras su sombra, estaba Aurora, inmóvil, con los ojos abiertos como lunas.

Del otro lado, el soldado avanzaba.

Su mirada era un abismo ciego: una mezcla de obsesión, locura y sed de sangre pura.

Ya no era un competidor.

Era algo peor.

Un soldado de Kraven.

Un lobo sediento y hambriento, acechando el examen, atacando a sangre fría con intención de matar.

El aire entre Ian y su enemigo vibraba, pesado, irrespirable.

La selva a su alrededor parecía contener el aliento.

Ian dio un paso adelante.

Aurora, temblando, intentó detenerlo, pero él solo extendió una mano, protegiéndola sin girar siquiera el rostro.

—Quédate atrás —susurró.

El soldado, como si respondiera a una orden silenciosa de su verdadero amo, rugió y se lanzó hacia Ian, la locura reflejada en cada músculo de su cuerpo.

La batalla había comenzado.

El soldado rugió como un animal salvaje.

En un destello imposible de seguir con el ojo humano, una espada de titanochromo emergió de su brazo, ensamblándose al instante con un chasquido seco —nanotecnología.

Con una velocidad aterradora, casi como un espectro, el soldado saltó.

Su figura atravesó el aire en un parpadeo, como una lanza de carne y metal, cayendo directamente sobre Aurora.

Todo ocurrió en una fracción de segundo.

Ian no pensó.

Actuó.

Con un reflejo casi instintivo, abrazó a Aurora contra su pecho y saltó hacia atrás con toda su fuerza, apenas esquivando la hoja mortal que descendía como una sentencia.

La espada silbó en el aire, cortando un mechón de cabello de Aurora, rozando su existencia por un suspiro.

El suelo tembló cuando el soldado impactó contra la tierra, abriendo una grieta bajo sus pies.

Ian aterrizó unos metros más atrás, rodando por el barro para protegerla, sus brazos firmes como el acero alrededor de ella.

Aurora jadeaba, atónita, sus ojos grandes fijos en Ian.

—¡¿Qué demonios…?! —murmuró Ian, poniéndola cuidadosamente detrás de sí.

El soldado levantó la cabeza.

Su espada vibraba, hambrienta de sangre.

Su sonrisa torcida era la de un asesino que aún saboreaba la caza.

Ian entrecerró los ojos.

Ya no era un juego.

Era una ejecución.

Y él no iba a permitirlo.

Ian aflojó apenas la presión sobre Aurora, dejándola a salvo tras él.

Con un solo movimiento, volvió a interponerse entre ella y la amenaza.

Su respiración era medida, pero su mente hervía.

El soldado era demasiado rápido.

Incluso para él.

Ian apretó los dientes, su mirada fija en aquel enemigo encapuchado que blandía su espada como si formara parte de su propio cuerpo.

—No pude… —murmuró para sí, incrédulo—. No pude seguirlo.

La voz de Kyran retumbó en sus oídos, como un trueno.

—Cuidado —la voz de Kyran sonaba grave, casi cortante—. ¡Ese no es un simple soldado!

¡Es Riven Drakhan!

Ian frunció el ceño, su pecho tensándose.

—¿Quién?

—Uno de los cuatro sargentos principales de las tropas de Kraven —continuó Kyran, su voz cargada de una gravedad que pocas veces mostraba—.

Un asesino entrenado para aniquilar, no para competir.

Si te enfrentas a él sin cuidado, no solo perderás el examen… perderás la vida.

Frente a ellos, Riven Drakhan sonrió.

Una sonrisa que no tenía nada de humano.

Una promesa silenciosa de sangre y venganza.

Ian plantó firmemente los pies en la tierra de Amazonia, sintiendo cómo la gravedad a su alrededor parecía doblarse, como si el propio mundo esperara el siguiente movimiento.

No había opción.

Debía luchar.

Y esta vez, no era por gloria.

Era por Aurora.

Era por sobrevivir.

Riven Drakhan se movía con una precisión antinatural, y mientras Ian buscaba desesperadamente una apertura, una verdad silenciosa latía bajo la superficie:

El enemigo frente a él no era un simple competidor.

Era un soldado del Ejército Imperial.

A diferencia de los Arcángeles, que operaban de manera independiente —como héroes, ministros de guerra, soldados contratados o agentes libres—, los soldados del Ejército Imperial eran formados desde muy jóvenes para obedecer, combatir y morir bajo una única bandera: el Imperio mismo.

Su ascenso no dependía de fama ni fortuna:

era mérito puro —tiempo, poder, lealtad, sangre.

La jerarquía era rígida como el acero que blandían:

En la cima, el comandante Supremo: la autoridad máxima del Ejército, subordinado solo al Emperador.

Bajo él, los Diez Generales Monarcas: guerreros cuyo título era concedido por el absoluto dominio de sus habilidades y su poder absoluto y devastador. Debajo, el Capitán Monarca, brazo ejecutor de los generales. Después los tenientes. Más abajo, los Sargentos Supremos, líderes de unidades de cuatro Sargentos. Luego, los Sargentos, endurecidos en guerras interminables. Y más abajo, los Oficiales, divididos en niveles del 0 al 5 donde el 0 es el de mayor nivel y el cinco de menor. Finalmente seguido por soldados rasos y reclutas.

Riven Drakhan era un Sargento.

Un asesino entrenado no para aspirar a la gloria, sino para garantizar la aniquilación.




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