La selva se oscureció como si el mundo mismo contuviera el aliento.
Una sombra rasgó la espesura —no caminaba, avanzaba como un huracán contenido, como una penumbra sedienta de sangre.
El pánico no fue un rumor: fue un grito silencioso que se incrustó en el pecho de todos.
Cada alma allí lo supo al instante. Había llegado algo que no pertenecía a su mundo. Algo que no debían ver, ni enfrentar.
Kraven.
El nombre cayó como plomo en las mentes de los presentes.
El más cruel. El más despiadado. El general Monarca, el rango más alto en todo el Ejetcito Imperial solo tras el Comandante Supremo mismo. Un asesino de sueños.
Tras él, dos figuras lo escoltaban como sombras: su Capitán Monarca y su Teniente, rostros de muerte silenciosa.
Kraven caminó entre ellos como un dios de la guerra, ignorando sus miradas paralizadas, ignorando sus temblores. Cada paso suyo era una sentencia de muerte no pronunciada.
Se detuvo exactamente entre Atahualpa y Ocelotl.
El aire pareció quebrarse bajo su sola presencia.
Con un movimiento lento, casi elegante, de su guantelete surgió su espada:
una hoja de titanochromo rojo oxidado, como un fragmento arrancado de algún infierno olvidado. Su armadura, forjada y templada en sangre, reflejaba destellos crueles.
Sus ojos brillaban con una locura fría mientras clavaba la mirada en Atahualpa.
Sonrió. Una sonrisa demente y sin alma.
Y entonces, sin aviso, atravesó el estómago de Atahualpa con su espada.
El joven guerrero lanzó un grito desgarrador, agarrando desesperadamente la hoja con ambas manos, intentando frenar el avance mortal.
La sangre brotó a borbotones, resbalando entre sus dedos lacerados por el filo implacable.
Ocelotl, tambaleante pero aún con vida, intentó defender a su rival.
Con un rugido de desafío, agarró el hombro de Kraven…
Fatal error.
En un solo parpadeo, Kraven creó una daga de nanotecnología, un destello carmesí surgido de su muñeca.
Sin piedad, la hundió en el cuello de Ocelotl.
La daga se desintegró al mismo tiempo que su vida.
El cuerpo de Ocelotl cayó de rodillas, y luego de bruces, inerte, devorado por la tierra hambrienta.
Atahualpa, jadeando, gimiendo de furia y dolor, escupió su rabia:
—¡Maldito! —gruñó, temblando, la espada aún perforándole el vientre.
Mientras tanto, en el Estadio de los Jardines Celestes, el horror cruzaba las pantallas de transmisión.
Tiberius se levantó de golpe, su silla retumbando al caer.
Su rostro, una máscara de furia.
—¡Esto ya es suficiente, ya dejo de ser un examen! —bramó.
Miró a Aurelius con orden seca:
—¡Convoca a los demás General Monarca!
—Entendido —respondió Aurelius preocupado por su nieta pero desapareciendo de inmediato.
Tiberius no se detuvo. Su mirada furiosa cayó sobre Rhygar:
—Tú… convoca a los Serafines que aún son leales al imperio.
—Entendido, señor —murmuró Rhygar, antes de desvanecerse como un vendaval.
De vuelta en Amazonia, el terror había tomado cuerpo.
Nadie se atrevía a moverse. El suelo mismo parecía crujir bajo el peso del miedo.
Los ojos de los aspirantes estaban congelados en una mezcla de pavor y desesperanza.
Y entonces, Makia actuó.
Desapareció del lomo del gran lobo con un chasquido sónico.
Un parpadeo en el aire.
—¡Parpadeo Sónico! ¡Shoc—! —gritó, su ataque aún formándose.
No terminó.
En un movimiento tan rápido que ni el aire pudo seguirlo, Kraven la atrapó por el cuello en pleno vuelo.
Sostenida como una muñeca de trapo, Makia pataleaba, luchando en vano contra la fuerza aplastante que la inmovilizaba.
No era como enfrentarse a un enemigo normal.
No era ni siquiera como la brutalidad que Ian había encarado.
Esta vez estaban ante uno de los Diez.
Uno de los diez titanes de guerra del Imperio.
Un General Monarca.
Y en la mirada fría de Kraven, Makia vio la verdad:
Aquí, la misericordia no existía.
Aquí, solo reinaba la muerte.
En el estadio de los Jardines Celestes denuevo, el silencio era irreal.
Alistair Bekkart se puso de pie de golpe.
Por un segundo, su corazón pareció detenerse.
En la gigantesca pantalla flotante que dominaba el cielo del coliseo, la imagen era clara, brutal, intolerable:
Makia —su hija, su niña, su guerrera— sostenida por el cuello como si no fuera más que una hoja seca entre los dedos de un monstruo.
Kraven.
El demonio carmesí.
El asesino imperial.
Alistair no pudo respirar.
—¡Maldito Kraven! —susurró, con los puños temblando.
Todos los portales estaban cerrados.
Nadie en Los Jardines Celestes podía traspasar esas barreras mientras el examen estuviera en curso.
Estaba atrapado.
Y su hija estaba muriendo.
Dentro del mismo infierno que llamaban Amazonia, las cosas se quebraron aún más.
Sobre los cielos encapotados de la jungla, pantallas holográficas se encendieron una tras otra, proyectando en vivo el horror.
Cada aspirante podía verlo.
En medio del recorrido, Ian reía junto a Tezca, los dos bromeaban. Por un momento, todo era luz.
Pero entonces alzó la vista.
Y lo vio.
La imagen de Makia, colgando en el aire como un cadáver, estrangulada por Kraven.
La risa murió en su rostro.
Sus ojos se agrandaron como platos.
Su corazón pareció ser aplastado por un puño invisible.