El suelo tembló. No por un cataclismo, ni por el rugido de la selva. Tembló por la ira de una jungla que, convocado por la voluntad de una joven, se alzaba contra sus atacantes. Criaturas de pesadilla y belleza ancestral —felinos armados con raíces, aves colosales, lobos de espinas negras, ciervos cuyas cornamentas ardían como constelaciones— marchaban al ritmo de Makia, la muchacha que Amazonia había nombrado su voz.
Frente a esa fuerza incontenible, los soldados de Kraven retrocedieron un paso. Sólo uno.
Entonces, dos figuras avanzaron sin prisa, como si el rugido de la tierra fuera apenas un murmullo bajo sus botas.
Primero apareció Godric Fitzgerald.
Teniente del escuadrón de Kraven.
Elegante como una estatua forjada por los dioses, sus pasos eran ligeros pero firmes, como si su sola presencia bastara para fracturar el aire. Llevaba una armadura de Titanorite pulido que reflejaba la luz de la selva como espejos sagrados, una capa blanca ondeando a su espalda como un juramento silente. Su piel, pálida como el mármol lunar; sus ojos, un azul glacial que parecía ver más allá del tiempo. El cabello rubio claro, casi dorado, caía sobre su frente como hilos de luz, y sus orejas ligeramente puntiagudas lo hacían parecer una criatura intermedia entre hombre, ángel y depredador.
Su mirada era serena. Demasiado serena. Casi triste. Como la mirada que precede a una ejecución.
A su lado, cada paso era un terremoto.
Thorgar Sangredraco, el Capitán Monarca del escuadrón de Kraven, caminaba como si cargara al mundo sobre sus hombros y no le pesara. Medía más de dos metros y su cuerpo era una montaña de músculo y furia. Su cabello era un estallido dorado, puntiagudo como lanzas, rapado en los costados como un guerrero ancestral. Los ojos, de un castaño claro casi dorado, tenían la mirada de un hombre que había visto demasiadas guerras… y nunca se cansó de ellas. Su torso, desnudo, era cruzado por una coraza de titanochromo oscuro, una pechera que iba del hombro a las costillas como si su cuerpo no necesitara más defensa que su brutalidad.
Su barba era espesa, feroz, igual que el fuego que ardía en su pecho.
Juntos, caminaban hacia el ejército amazónico sin vacilar. Ni una palabra. Ni una orden. Eran el lenguaje de la muerte… en marcha.
Y cuando la primera criatura dio un gruñido de advertencia, Godric simplemente ladeó la cabeza, como si estuviera juzgando una obra de arte mal esculpida. Thorgar no hizo nada. Solo cerró el puño.
El aire se quebró como vidrio templado.
Y entonces, entre el murmullo expectante de la selva y el avance implacable de Godric y Thorgar, una voz se alzó. No con autoridad, sino con urgencia.
—¡Tenemos que hacer algo! ¡Van a matarla! —exclamó un joven de túnica azul profundo, oculto entre los altos helechos, el rostro medio cubierto por la sombra de una capucha. Su cabello era de un azul marino intenso, igual que sus ojos, que brillaban como zafiros al borde del pánico.
Se llamaba Sylvan Arval. Era rápido, astuto, pero aún tenía el corazón impaciente de un idealista.
A su lado, otro aspirante, de constitución fornida y rostro endurecido por el viento, frunció el ceño. Su cabello rubio, recogido en una trenza gruesa, caía sobre un hombro como una cuerda de oro, y sus ojos verdes fulguraban con decisión guerrera.
—No, está nuestra oportunidad para avanzar —gruñó, con voz grave y firme. Su nombre era Ulf Wolfblade, nacido entre hielo y fuego, criado por guerreros. No temía a los dioses… ni a los demonios.
Pero antes de que la impulsividad se convirtiera en movimiento, otra voz los detuvo. Más calmada. Más consciente.
—No. No debemos avanzar. No podemos.
El que hablaba era un joven de rostro sereno y atractivo, cabello castaño perfectamente peinado, ojos color miel que analizaban como bisturíes y una mente tan precisa como peligrosa. Su uniforme de comando ceñido al cuerpo parecía diseñado para la eficiencia, no para el ego. Judah Caelum, estratega nato. Observador. Letal cuando el momento lo exigía.
—En ninguna parte mencionaron que los altos mandos del ejército imperial vendrían a cazarnos y matarnos —continuó con voz controlada, sin levantarla, pero clavando cada palabra como un clavo en la conciencia de los presentes—. Esto ya no es un examen. Es una cacería. Y si no lo entendemos ahora… seremos la presa.
Sus palabras cayeron como plomo caliente.
Una figura femenina se movió entre las sombras con gracia silenciosa. Delgada, de porte tímido pero mirada brillante, sus ojos verdes eran inteligentes y alerta. Isabella Rosell, escondida tras unas gafas de montura fina y un vestido táctico que oscilaba entre lo formal y lo seductor, asintió con firmeza, el pecho alzándose con el peso de una decisión inminente.
—Está en lo correcto —murmuró con un tono suave pero firme—. No podemos esperar a que el fuego nos consuma. Hay que actuar… ahora.
La selva los rodeaba. La tensión era un nudo imposible de desatar. Y en el centro de todo, Makia seguía colgando en la mano de Kraven, con Amazonia temblando a su alrededor, y dos titanes del Imperio caminando hacia ella como si la muerte no fuera un final, sino un derecho.
Y mientras los colosos del Imperio avanzaban, dos figuras se movían como sombras vivas entre las raíces y la maleza.
Eldar y Brenda, quienes momentos antes habían saltado del lomo del gran lobo que se lanzó contra Kraven, se escabullían ahora entre las bestias de Amazonia. La selva no los detenía. No gruñía. No los rechazaba. Porque Amazonia reconocía a los aliados de Makia… como suyos.
Sigilosos como flechas en la niebla, avanzaban entre criaturas imposibles. Eldar, con los ojos encendidos por la adrenalina, juntó las palmas con fuerza y gritó al cielo con una sonrisa feroz: