Arkanis

Capítulo 18: El Estandarte de la Furia — Cuando las Raíces Despiertan

La selva contenía la respiración.

El cuerpo de Kraven crujía bajo el peso invisible que Aelius dejaba caer sobre él desde el cielo, un poder tan aplastante que las raíces mismas temblaban. Makia, apenas de pie, jadeaba, tambaleándose como si cada aliento fuera un milagro arrancado a la muerte.

Kraven levantó el rostro lentamente, su sonrisa desfigurada por la locura.

—¿De verdad creías… que no te mataría, mocosa? —gruñó, extendiendo su mano huesuda hacia ella, los dedos como garras listas para cerrarse otra vez en su cuello. Sus ojos rojos de odio se alzaron hacia Aelius, y con una carcajada quebrada, murmuró entre dientes:

—Tú serás el siguiente… y después el otro imbécil… acabaré con todo el mundo perfecto y odioso de Alistair.

Makia, Aelius y Kael lo miraban en un silencio cargado de tormenta. Pero entonces, algo cambió.

Frente a Makia, los humanoides, las bestias, los simios de armas de hueso… se colocaron entre ella y Kraven, como un muro de carne, hueso y espíritu.

—¿Por qué… por qué me protegen? —preguntó Makia, confundida, con voz débil.

Un simio enorme, de pelaje oscuro, giró apenas la cabeza, y en un tono gutural, primitivo, pero cargado de significado, murmuró:

—Tú…

El estadio, los nobles, el mundo entero en las pantallas… enmudecieron.

Kraven entrecerró los ojos, sorprendido.

—¿No que estas bestias no tienen inteligencia? ¿Cómo es que hablan?

El simio dio un paso al frente.

—Tú… sangre… oler… al pequeño Tar…

En el palco imperial, Alistair se levantó de golpe, su rostro perdiendo el color.

—No… no puede ser… —susurró.

Su respiración se volvió errática, su pecho subía y bajaba a una velocidad peligrosa. Tiberius lo tomó por los hombros, alarmado.

—¡¿Alistair, qué te sucede?! ¡¿Te encuentras bien?!

De vuelta en Amazonia, Makia apenas murmuró, tambaleante:

—¿Quién es… Tar…?

Las bestias sonrieron, mostrando colmillos de una fiereza ancestral.

De entre ellas surgió una figura imponente: una humanoide azul, de rostro exótico, belleza salvaje, ojos completamente amarillos como los de un felino-reptil, y una cabellera naranja que parecía arder bajo la luz de la selva.

—Nuestro hermano… el protector de Amazonia… —dijo con voz líquida, casi un susurro entre rugidos.

Makia no entendía. Pero el tiempo para preguntas se desvaneció.

Kael extendió su mano, el fuego rodeó a Kraven en una prisión ardiente. Desde arriba, Aelius reforzaba la gravedad, las venas marcadas en su frente, la nariz sangrando por el esfuerzo de contenerlo.

La selva temblaba.

Kael usó tierra para inmovilizar sus pies. Aelius apretó el aire hasta volverlo plomo.

Y en ese momento, Kael retiró el fuego de su rostro.

Un susurro, una presencia:

—Con sutileza… como un depredador… ¡Shock!

El impacto sacudió la selva. Ian, enloquecido de furia, apareció como un relámpago, golpeando a Kraven con una fuerza que hizo crujir la tierra.

La selva entera rugió.

—¡Aaaaaaaaaaaah! —gritó Ian, su voz desbordada, salvaje, rota de amor y rabia.

—¡NAAAAAAAAADIEEEEEEE TOOOOOOOCAAAAAAAAAAA A MAAAAAAAAKIAAAAAAAAA!

Kael y Aelius liberaron su poder al mismo tiempo. Kraven cayó, semiinconsciente, una mole de carne y maldad aplastada contra la tierra.

Ian no se detuvo. Se lanzó sobre él, sentándose sobre su pecho, descargando golpe tras golpe, las manos bañadas en sangre, su cuerpo temblando, su rostro ensombrecido por la furia más antigua.

El estadio miraba en silencio horrorizado, entre la euforia y el miedo.

Y entonces… una carcajada.

Pequeña. Quebrada. Insidiosa.

Hasta romperse en una risa maníaca.

Kraven.

Reía.

Bajo los puños de Ian, con el rostro destrozado, los dientes rotos, los ojos hinchados, Kraven reía como un demonio frente al apocalipsis.

La selva enmudeció.

El público se estremeció.

Los corazones, uno por uno, sintieron el hielo deslizarse por la espalda.

Kraven…

no había terminado.




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