Las trompetas resonaban en las primeras luces del día, marcando el cotidiano despertar de la aurora. La melodía evocaba al "Quinto levanta", conocido como el "toque de diana". El clima anticipaba un día menos abrasivo, predisponiendo la atmósfera para una mañana apacible. En la imponente residencia del monarca Reguluz, desde hacía meses se sabía que la reina Myrian llevaba en su vientre el futuro heredero. Myrian era una figura impresionante, capaz de dejar atónitos a muchos. Gustaba de vestidos con galones bordados en intrincadas figuras geométricas, que realzaban su porte; su tez blanca y sus cabellos dorados, finos como hilos de oro, caían en una trenza que recordaba una corona, un digno matiz real según comentaban las mucamas. Sus ojos, de un color Hazel que mezclaba el marrón y el verde, resaltaban en armonía con la forma de su rostro de óvalo perfecto.
Habían pasado siete meses desde la noticia, y comenzaban a surgir rumores en el pueblo. Aunque era una buena noticia, la noticia del embarazo se mantuvo en secreto para proteger a la nobleza y al reino de posibles atentados. Aunque ocultarlo resultaba difícil, el vientre de la reina había crecido tanto que ya no podía esconderse incluso con vestidos holgados.
En sus aposentos, la reina Myrian seguía su rutina habitual. Los cuidados del rey Reguluz eran excepcionalmente rigurosos, pues no deseaba que el embarazo corriera ningún peligro. Esta precaución, aunque necesaria, mantenía a la reina sumida en el aburrimiento. A pesar de todas las advertencias, a ella le gustaba aventurarse en un paseo por el "Bosque de los Renegados". El nombre de este bosque provenía de una antigua rebelión en la que un grupo de personas abandonó su fe para abrazar la religión de un dios ajeno. Tal desafío enfureció a las deidades, ya que una de las reglas fundamentales dictaba: "Seguirás la fe con firmeza y pasión, sin importar el dolor ni la desidia en tu corazón, a lo escogido te aferrarás con devoción". Como castigo, los rebeldes fueron transformados en árboles, sus gestos horrorizados quedaron petrificados en la madera, y ese terror perduraba en el bosque hasta nuestros días.
Mientras la reina Myrian emprendía su caminata, una rutina que la llevaba a explorar los corredores de los "árboles horrorizados", cada vez que alguien le inquiría sobre el motivo de su atracción hacia ese paraje, sus palabras brotaban con una mezcla de melancolía y determinación:
"¿No es acaso hermoso? Ellos desafiaron las reglas, enfrentaron su castigo y perecieron aferrados a sus creencias, sin ceder, sin claudicar. Observarlos me infunde esperanza, la certeza de que algún día alcanzaremos la libertad que anhelamos", confesaba Myrian en voz baja pero firme, como si en las hojas susurrantes de los árboles encontrara un eco de su propio deseo.
Esta respuesta, de cierta manera, infundía temor en ciertos nobles. En el actual orden que imperaba en el reino, la mera noción de albergar pensamientos divergentes a los cánones establecidos era como invocar los ecos de revoluciones pretéritas, una sombra ominosa que podía germinar en un futuro incierto. Un escalofrío ancestral persistía, alimentado por el recuerdo de la ira divina que se desató en épocas olvidadas. Por ello, los plebeyos y siervos que deambulaban en los recintos de la casa real habían contraído un juramento de sangre, un vínculo más fuerte que las raíces de los árboles primordiales. Este juramento, con su lazo inquebrantable, sólo podía ser desatado si la murmuración traspasaba los umbrales, si se osaba revelar algún secreto relacionado con la dinastía real. Pues aquellos que se aventuraran a cruzar esa frontera impuesta por el destino, habrían de enfrentar un destino aún más lúgubre y siniestro que la propia muerte.
Mientras la reina Myrian seguía el sendero matinal, en medio de una pausa reflexiva, sintió un ligero retorcijón en el vientre. Al principio, creyó que era el suave balanceo de su bebé en gestación, una danza familiar en estos meses de espera. Pero a medida que se adentraba en la espesura del bosque, el dolor creció, intensificándose hasta convertirse en un torbellino que la dejó tambaleándose y, finalmente, postrada en el suelo. El dolor la envolvió en una vorágine intolerable, llevándola al umbral de la inconsciencia.
Mientras yacía en ese estado etéreo, una voz emergió de las sombras, pronunciando su nombre con urgencia. La voz tenía una cualidad peculiar, distinta pero no grotesca. Aunque Myrian intentó responder, sus palabras se disolvieron en el vacío, dejándola solo con la capacidad de escuchar. En un instante, una figura silenciosa y enigmática tomó forma ante ella, avanzando con paso sigiloso. Palabras susurradas acariciaron sus oídos, revelando un mensaje enigmático. Al concluir, la figura se desvaneció, perdiéndose en la oscuridad como una sombra de leyenda.
En ese intervalo de tiempo, en la oscuridad interminable, mientras luchaba por liberar un grito de interrogante —"¿Quién eres?"—, Myrian se sobresaltó, emergiendo del abismo de su sueño tumultuoso. La misma pregunta que había atormentado su mente resonaba en el aire, su eco atrapando las miradas de aquellos que la rodeaban con sorpresa y desconcierto.
En ese instante, una voz sonó, una voz con una profundidad que evocaba autoridad, pero con una dulzura que infundía calma. Era una característica innata de Reguluz, el rey. Myrian volteó hacia él, encontrando su mirada penetrante. En cuestión de segundos, la tormenta interior que la había azotado se aquietó, como si sus palabras fueran un bálsamo para su alma agitada.
Fue un mal sueño — pronunció Myrian, llevando consigo en su voz el eco de lo inexplicable.
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Editado: 23.08.2023