He aquí otra de esas historias que parecen sacadas de la imaginación de una mente delirante. Sí, esas que se han ido por tanto tiempo que no se las espera de vuelta.
Roberto Sobral era un escultor con el talento justo para no morirse de hambre. Tras un tumultuoso divorcio había experimentado un profundo cambio tanto físico como mental.
Sus obras tomaban formas y conceptos cuanto menos peculiares. Difíciles de colocar incluso para los más avispados marchantes de arte. Los más conservadores afirmaban que sus trabajos rozaban lo pagano, la frustración, la provocación, la rabia y hasta la locura. Según palabras textuales del propio artista: «reflejo mi necesidad por explorar a través de conceptos sin definición».
Era habitual verlo bebiendo hasta altas horas de la madrugada. De hecho cerraba bar tras bar. El resto de la noche acababa con sus huesos en cualquier polígono, durmiendo la mona entre cartones y bidones que quemaban tablas de palets. Quizás aquel submundo habitado por desperdicios sociales fuese realmente arte o al menos una manera diferente de interpretarlo. Por consiguiente debía ser experimentado porque allí podría concebir nuevas ideas; nuevos rumbos y por supuesto inspiración en mayúsculas…
Entre unas cosas y otras se habían ido por el sumidero cinco años desde el comienzo de su declive y la cosa no tenía visos de mejorar. Voluntaria o involuntariamente habíase apartado de la familia y de los amigos. ¡Qué narices! No los precisaba para nada pues de nada le servían. ¿Qué podían entender de arte aquellos mentecatos? ¡Al cuerno con todos ellos!
Lo último que supieron de él fue que se vio obligado a entregar las llaves del estudio. A pesar de verlo venir tan aciago golpe fue especialmente duro. Pocos días después desaparecería misteriosamente en una pensión de nombre «Tres tormentos».
La investigación del caso sigue encallada. Más pronto que tarde terminará archivada en un cajón, cogiendo polvo ante la falta de hilos de los que tirar. En el interior no se encontraron huellas ni signos de violencia. Tampoco constancia física o por escrito de que hubiese estado en la citada pensión la noche de autos. La consecuencia más lógica por parte del respetable fue abrir vías alternativas, explicaciones menos racionales al hecho de marras. Lumbreras e iluminados perseveraban en la firme idea de que en aquel lugar se daban eventos extraños. Tal vez fuese así y de serlo hay cosas que encajan mejor en el mundo de las sombras.
Esta extraordinaria aventura arrancó un sábado del mes de diciembre, al amparo de la madrugada. Llovía con rabia. Las rachas de aire enseñaban sus fauces a cada gota que caía desde el cielo, doblando de paso los árboles como si fuesen de goma. Los susodichos discurrían en paralelo a la calle que subía a la pensión «Tres tormentos». En su mayoría chopos olvidados por la concejalía de parques y jardines.
Sobral llevaba un par de semanas más desganado de lo normal, sin apetito físico ni espiritual. Sentíase traicionado por colegas, crítica y público. Vacío por dentro y por fuera como una cáscara hueca que debe ser apretada en pro de comprobar que, efectivamente, dentro no hay más que aire. Las musas habíanle escupido a la cara, vetándole cualquier golpe de inspiración.
Las habitaciones eran prácticamente calcos unas de otras. En general de reducidas dimensiones. Allí estaba, en aquella pensión para gente apurada, apurada como él. Una vida profesional con logros (los menos) y miserias (las más). ¿Cómo el destino osaba tratarlo como a un cualquiera?... Al compás de su frustración brincaba la lluvia en el exterior, castigando azoteas y tejados bajo aquel intenso taconeado celestial. Podía oírlo como si estuviese desamparado bajo ella, bautizándose por segunda vez...
Se acercó a la ventana, apartó ligeramente la cortina. A través del cristal observó cómo el viento soplaba incansable, luchando contra las hordas forestales que doblaban sus copas en obligada reverencia. Algunos relámpagos encendían el cielo, quebrando la noche durante un instante.
Un automóvil pasó por la carretera de abajo. Semejaba un píxel homogéneo en medio del chaparrón. Tras pitar un par de veces desapareció al dejar atrás el ultramarinos.
La habitación no formaría parte de las ocho maravillas del mundo pero por una módica cantidad monetaria satisfacía sus necesidades, cuanto menos por esa noche. Le quedaba algo de pasta, quiso contarla pero pensándolo mejor no lo hizo. Los artistas no deben prestar atención a tales minucias. Eso sí, gracias a esa «minucia» pasaría la noche a cubierto, alejado del polígono y de la botella...
Miró con detenimiento en derredor y sintió claustrofobia. Nunca había experimentado una sensación de ese tipo tan intensa sin haber una clara causa para ello. Se fijó especialmente en las paredes y es que saltaba a la vista que éstas precisaban de una puesta a punto. Lijarlas y aplicar pintura no estaría mal como punto de partida. La ventana no cerraba en condiciones, dejando pasar dos líneas de agua que se escurrían hasta el suelo para finalmente meterse debajo de la cama. Aquellos pequeños ventanales eran antiguos, tan antiguos como el resto de la pensión…
Sobral cogió una toalla del baño. Tras doblarla a modo de periódico la colocó bajo la ventana, bien apretujada contra el rodapié. Eso evitaría, por un tiempo al menos, que el agua de lluvia siguiera corriendo libremente. Calidad directamente proporcional al dinero desembolsado en recepción. Al mal tiempo buena cara…
Al margen de la incómoda pero limpia cama visualizó una mesita de noche decapada; una lámpara de techo con los cables a la vista, un viejo sillón que olía a gato y el cuarto de baño.
Pero nada podía compararse a aquellos dos formidables gigantes trabajados a formón y gubia. Dos enormes armarios, uno frente al otro, a modo de vigías recelosos. Aplicando el sentido común no deberían estar allí, básicamente por la gran cantidad de espacio que ocupaban. No tenía sentido. Nada más recorrerlos con la vista de arriba abajo un mal presentimiento invadió su persona…
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Editado: 27.07.2024