Aroma a cerezos.

CAPÍTULO I

El ambiente de la casa se sentía tenso. El aire se encontraba viciado, lleno de sufrimiento y dolor. La niña, que estaba sentada a los pies de la cama de sus padres, miraba a su padre ir y venir de un lado al otro, guardando cosas en un bolso.

Jugando con sus pequeños dedos, dirigió la vista a la mujer que yacía recostada allí, su rostro había perdido todo el color que anteriormente le daba un aspecto vivo y feliz.

Ahora, ojeras oscuras decoraban el lugar bajo sus ojos, la mujer se esforzaba en ocultar una mueca de dolor, que a pesar de sus esfuerzos, era claramente perceptible en su rostro.

 

—¿Te duele la pancita, mami? —su voz aniñada salió baja, con un leve temblor que fue provocado por el miedo que recorría su pequeño cuerpo, al ver a su madre así.

 

—Si, un poco —la voz de la mujer fue débil, como si el solo hecho de tomar aire y decir esas simples palabras, le costara un gran esfuerzo —Pero estoy bien. No te preocupes, caramelito.

 

Pero eso no era cierto, todo su cuerpo dolía. En especial su estómago, el cual parecía que estaba siendo estrujado por alguien constantemente; aunque claro está, la niña eso no lo sabía. Ella solo tenía seis años,  era un ser totalmente ingenua, pura. La crueldad del mundo aún no había logrado tocar la armadura que sus padres habían construido a su alrededor, con el paso de los años.

Así que, si su madre le decía que estaría bien, era porque seguro sería cierto. Su mamá siempre tenía la razón.

 

Su pequeña mente, iba y venía en pensamientos absurdos,  mirando por la ventanilla del coche, al que se había subido ella y sus padres hacía un rato.

De noche, la ciudad no le agradaba. Monstruos habitan en la oscuridad, ella lo sabía. Había visto cientos de noticias en el programa que miraban sus papás en la cena, allí contaban historias de niñas que desaparecen de un momento a otro y que a pesar de ser buscadas, nunca aparecían.

Era por esa razón, que a ella no le agradaba salir cuando el sol se iba a dormir y la luna lo reemplaza, cuidándolos desde el cielo. Le daba miedo que los monstruos la encontraran y se la llevaran también.

 

Dejó sus pensamientos de lado, cuando reconoció el camino, ¡Irían a visitar a la abuela!

Eso la emocionaba mucho, le encantaba ir a la casa de su abuelita y que le enseñara a tejer o simplemente, verla mientras cocinaba o hacía cualquier otra cosa.

Además, su abuelita le dejaba comer las cosas que en su casa no. Decían que le hacía mal a su colesterol y que por él debía cuidarse. Pero ella no entendía, ¿quién era colesterol? y ¿porque no podía comer cosas ricas por su culpa?

 

—¿Vamos a ir de la abuela, mamá? 

 

—Si, caramelito. Te quedarás a dormir, ¿si? —su madre había utilizado las palabras correctas. 

¡Por supuesto que quería quedarse a dormir con su abuela!, le gustaba cuando se quedaba a dormir con ella y le hacía mimitos en el pelo hasta dormirse.

 

Cuando llegaron, la niña bajó de un salto y fue corriendo hacia la casa pero se detuvo a mitad de camino, dio media vuelta y regresó corriendo al auto, donde su madre seguía en el mismo lugar que antes.

 

—Adiós, mami, nos vemos mañana.

 

—Adiós, amor. Portate bien y no hagas enojar a la abuela ¿si?

 

Una pequeña risita se escapó de la niña, la abuela nunca se enojaba con ella. Pero de todas formas asintió con la cabeza frenéticamente, y luego de darle un beso a su madre y un fuerte abrazo, regresó  al camino que llevaba a donde su abuela y su padre estaban hablando. Antes de que ella llegase, ellos callaron de repente, como si no quisieran que Micaela se enterara de lo que hablaban.

 

—¡Hola abu…! —de un salto, se tiró a los brazos de aquella mujer que la esperaba con los brazos abiertos y que luego, la arropó en un cálido abrazo.

 

—Hola chiquita…

 

—Ya debemos irnos… gracias por cuidar de ella, Rosa —su padre la miró y le regaló una sonrisa, sus manos se dirigieron a los cachetes inflamados de la niña, por los constantes medicamentos que tomaba para regular su colesterol alto y se los apretó con cariño —Portate bien, te vendré a buscar mañana.

 

Vió a sus padres marcharse e ingresó con su abuela a la acogedora casa. Ella le preparó algo de comer y luego de jugar y bromear un rato, se fueron a dormir.

Se sentía en casa, su madre y abuelita tenia el mismo aroma. Ambas olían a cerezos, por lo cual, la sensación al ser arropada por aquella mujer que la cuidaba siempre, no era tan diferente a la que provocaba su madre cuando la abrazaba para dormir.

 

El hombre y la mujer estaban preocupados. Ella se sentía peor en cada instante que pasaba pero, ahora que su hija se había quedado con la madre de ella, podrían ir al médico.

 

Fueron incontables estudios los que le realizaron, la mujer se sentía abatida.  Su cuerpo clamaba por un descanso. Su esposo se mantuvo junto a ella toda la noche, sosteniendole la mano, tratando de calmar aunque sea el dolor de su alma.

 

El sol salió por la mañana y las esperanzas de la pareja iban disminuyendo,  una noche complicada era lo que habían atravesado.



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En el texto hay: familia, libertad, romance

Editado: 10.08.2021

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