Arquitecto de un mundo fantástico

Primera ensoñación

El segundero pasaba de cuadrante en cuadrante, explorando con la quietud de una nube la circunferencia pulida del reloj. El reflejo blanco de su disco, más sedante que apaciguador, traía de vuelta el púrpura brillante que lo miraba sin cesar, ausente de interés y sin curiosidad por su significado.

La mañana artificial aún no era engendrada tras los tubos fluorescente del techo y solo las farolas de la calle se filtraban entre las persianas para que Ganímede, apenas en estado de vigilia, supiese que faltaba demasiado para que saliese el sol.

Recordaba vagamente la sombra de una mirada tibia que lo contemplaba desde abajo, como si él fuese un gigante. Junto a ella permanecía el tintineo de una risa alta y refrescante, picando aquí y allá en los recovecos de toda la habitación; naciendo y muriendo tantas veces que creía haber vivido mil vidas entre carcajada y carcajada.

Luego llegaba el amargo sabor de la incertidumbre sobre si aquella imagen llegaría a caer en la telaraña del olvido, o si aquello no era una remembranza de otra vivencia muy antigua, cuando veía otros ojos que no tuviesen hedor a asepsia.

Creía recordar también el aroma rancio del campo y los guisos insípidos de una olla común, con cientos de brazos cálidos que compartían con él las últimas llamas del bracero y degustaban de su propia boca las narraciones folclóricas sobre el diablo o el amigo que aparecía a caballo por el camino a solo minutos de haber abandonado el mundo.

Sentía vívida una madrugada contando estrellas, amando desesperadamente un ángel sin nombre, de sílabas ardorosas que venían tórridas en los peores días de fiebre. Recordaba unas manos ásperas de lavandera, el sabor de la tierra y el vértigo que sobrevenía al cabalgar a su bestia, galopando y relinchando al recorrer las llanuras.

Recordaba. Era consiente de que por las noches lo hacía, durante el sueño o al despertar de sus pesadillas. A veces, y quizás con demasiada frecuencia, cuando lloraba en la soledad de ese cuarto, mirando echado de costado la cama vacía que no siempre lo había estado.

Pero, quería recordar a toda hora. Llorar por lo sucedido y no por desasosiego, reír con auténtica alegría y no por llenar las conversaciones prefabricadas con algo humano. Quería sentir el aire, reconocer lo aparentemente conocido, sin tergiversa nada: estaba harto de soñar sobre su vida.

Aunque sabía, a esas horas y no en otras, que todas aquellas telas bordadas de memorias serían cubiertas por la treintena de pastillas que traía cada mañana la enfermera.

Era esta sensación ambivalente lo que en situaciones como esta le daba identidad: debía intoxicar quien fue para seguir siendo, porque era terriblemente consiente de sus entrañas cirrosas.

Había sido amante del alcohol y, más tardíamente, del tabaco. Su hígado lo estaba resistiendo cubierto de una masa casi necrótica y cada vez que su médico hablaba de aquello con él, debía contener la risa que le hacía cosquillas en las vísceras.

-Un fumador ve al cáncer de frente cuando fuma, doctor. ¿Cree que no sabía lo que me hacía cuando iba a beber la mitad de la cantina?

La mirada reprobatoria venía siempre tras la frase, como queriendo decir un millón de advertencias tras el cristal inmenso de sus lentes poto de botella, pero nunca salía una sola palabra; cada uno sabía que el otro tenía un poco de razón.

Entonces, el médico comenzaba a hablarle de un tal Roberto que había muerto de lo mismo, que había sido músico y que se la pasaba en una cantina propagando de palabra las enfermedades venéreas. Le hablaba de sus peleas y de sus discusiones matrimoniales, todo en términos desconocidos por el viejo el ochenta por ciento de las veces.

Y claro, casi por simpatizar con el profesional, el anciano hablaba siempre de una cantina, pero no tenía idea de que clase de historia tenía su alcoholismo. 

Imaginaba que se ponía un sombrero de paño (muy elegante, como los de los citadinos), sus botas de montar, incluidas las espuelas de plata y el perfume de los domingos. Seguramente su esposa resongaría a notar el aroma, pero lo dejaría salir de todas formas: ya no tenía ganas de dictar un ultimátum.

Se encontraría con sus amigos etílicos, uno soltero y el otro divorciado, listos para corretear por cualquier sitio. Irían al tugurio más asqueroso e miserable de los alrededores, se tomarían una botella de whisky cada uno y, para rematar la noche, se agarrarían a golpes con cualquier peso ligero que fuese fácil de provocar.

Saldría como un héroe tras la batalla, aunque siguiendo sus pasos pedantes sólo habría un rastro de burlas demasiado escandalosas como para ignorarlas. 

Al llegar a casa, su esposa estaría lavando los platos o encerando el piso, sin importar si eran las cuatro de la mañana. Tendría los ojos hinchados, quizás con uno o dos vasos de aguardiente en el cuerpo y lo miraría largamente, con las pupilas borrosas. Se secaría las manos en el delantal, dejando la llave del lavaplatos abierta y pasaría a su lado como un fantasma.

-Voy a salir, anda a acostarte no más.

La puerta se cerraría suavemente, dándole oportunidad para evitar que se fuera. Pero, ¿qué podría hacer un hombre ebrio al ver a su esposa marcharse? En el fondo sabía que él le había pedido que lo hiciera y ella, porque lo amaba, había decidido dejarlo.



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En el texto hay: soledad, abandono, vejez

Editado: 19.12.2018

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