Estoy sola en un castillo. Afuera llueve y los relámpagos desgarran el cielo. No sé por qué
estoy aquí.
Las velas susurran mi nombre.
—Vera… no sigas caminando. Escóndete.
Las ignoro. Quiero saber qué se esconde en este lugar.
Llego a una puerta gigantesca. Tiembla al verme.
—Por favor, vete —dice—. No abras.
Insisto. La madera gime, cede, y al cruzar el umbral las paredes murmuran:
—Pobre niña. La oscuridad ya te vio.
Desde entonces, yo misma olvidé lo que había en la oscuridad.
Pero debo recordarlo.
En la oscuridad aprendí algo: muchas personas son malas.
Pero ¿qué ocurre con quienes no lo eligen? ¿Con quienes son arrinconados hasta
quebrarse?
Incluso el ser más bondadoso puede transformarse si la presión es constante.
Ni el diamante es invulnerable al dolor repetido.
Ni siquiera yo, que un día fui la más fuerte.
Cada quien lidia con su agonía de forma distinta. Algunos la gritan, otros la esconden.
Hay quienes se cansan de luchar.
Yo pertenezco a este último grupo… aunque no como imaginas.
Escondo mi dolor bajo la alfombra de mi alma.
Pero toda alfombra, tarde o temprano, exige que se mire lo que hay debajo.
Cuando mi mente me obliga a observar lo que oculté, huyo.
Prefiero escapar antes que enfrentar la oscuridad que aguarda paciente.
Por eso imagino un lugar lejano, menos caótico.
Un cuento de castillos y palacios.
Allí soy Vera, una doncella que busca la verdad.
¿La verdad de qué?
De las cosas que hice.
De aquello que mi mente intenta borrar.
De lo que había detrás de aquella puerta, aquella noche.
Y aun en este mundo de sueños, la oscuridad me persigue.
Aquí es el único sitio donde mi alma puede enfrentarla.
Pronto sabré quién es más fuerte:
ella o yo.