En el balcón aún temblaba de rabia.
Me preguntaste si estaba bien.
Dije que sí.
—No tienes una relación cercana con tu familia, ¿verdad?
Aunque no lo creas, un día fui muy cercana a todos ellos.
Eran mi lugar seguro.
Incluso el irrespetuoso tío Esteban era como un padre para mí.
Preguntaste si había pasado algo.
Negué.
Te acercaste a mí.
—Si alguna vez quieres volver a huir —dijiste—, corre hacia mí.
Nuestras miradas se cruzaron.
Sonreímos, nerviosos.
Entrelacé mis dedos con los tuyos.
Tomé tu copa.
Y entonces…
Ya no estaba contigo.
Mis pasos eran torpes.
El mundo giraba, mi vista estaba nublada
y entonces caí.
Miré mis manos: sostenían una copa distinta, que rebosaba de un extraño líquido.
Frente a mí, una figura con túnicas reales sostenía mis dedos.
Parpadeé.
Volví al balcón.
Te empujé, asustada.
Dijiste mi nombre.
Mentí: solo estaba cansada.
Te fuiste.
Pero una pregunta no me abandonó jamás:
¿Quién era aquella figura con túnicas reales
que sostuvo mi copa…
y mis manos?
Intenté recordar, pero la memoria se deshacía entre los dedos como arena.
Todo parecía un sueño mal recordado.
Pensé que quizá lo había imaginado.
Cayó la noche.
Acostada en mi alcoba, regresé al castillo.
Otra vez la copa entre mis manos.
Otra vez la figura real sosteniéndome.
—¿Quién eres? —pregunté.
—Soy la oscuridad —respondió.
Pestañeé y volví a mi habitación.
Algo devoraba mi pecho.
Mi cuerpo se agitaba como un mar en tormenta
y mis ojos se desbordaron.
Mi cuerpo pedía ayuda a gritos,
pero mi mente se negó a revelar lo ocurrido.
Aun así, le hice una promesa:
volvería a ese lugar
y descubriría qué pasó.