Hace muchos años, cuando el ser humano no sabía de la presencia de un dios omnipotente ni de la credibilidad de la ciencia, mucho antes de la separación del mundo en dos creencias, existía en la Tierra seres mitológicos que nacían de la calidez del fuego, de la frialdad del agua, de la ligereza del viento y de la oscuridad de las sombras. Una mítica historia se esconde en el trasfondo del Edén que todos creemos conocer, una leyenda de amor y masacre, de hambre y de eternidad. Nacieron criaturas que no eran hombres ni bestias, sino algo más cercano a lo divino y lo maldito, en reinos que se extendían como venas de un mismo cuerpo, condenados a coexistir, amarse y devorarse en un ciclo eterno. Comer una mariposa regala vida, dicen en algunas tribus, en las sombras se forman demonios, dicen otras.
Algunos hombres escribieron después que “del polvo venimos y al polvo volveremos” otros afirmaron que todo ser está encadenado en un ciclo donde uno debe morir para que otro vivo, y esta historia lo confirma.
—¡Artemis, Artemis!
—Shh, calla o nos escucharán.
—Madre nos está esperando, debemos llevar la seda para las recién nacidas, no podemos estar aquí.
—Solo faltan segundos, aguanta un poco e iremos a ver el nacimiento, esto solo pasa una vez cada cinco meses, no pudimos verlo en aquel momento, pero ya estamos aquí, no me iré sin saciar la curiosidad.
El sol comienza a reflejarse en el agua haciendo brillar cada partícula que engulle, el rocío cae desbordando las copas de los árboles y justo allí, a la orilla de los tulipanes, donde el agua se acumula en un pequeño surco, un resplandor me obliga a cerrar los ojos, solo se escucha el llanto de un nuevo bebé, tiene la piel azul con manchas blancas y pestañas largas oscuras, me recuerda a las crías de los ciervos que rondan el bosque.
—Es increíble—susurra Axia a mi lado sujetando los hilos que se le desprenden de los brazos.
—Deberían aparecer los cuidadores en breve, si esperamos…
—Sí, sí, ya entiendo, pero solo un poco más.
Las pequeñas manitos del aquita se estiran húmedas buscando el sostén de los cuidadores que no tardan en mostrarse, emergen de la laguna y nos agachamos aún más evitando ser atrapadas, los dos aquita aparecen con el cabello trenzado desde el cráneo hasta las rodillas, con la piel mojada, envueltos en escamas y algas verdes oscuras, ambos con dedos entrelazados y una sonrisa en el rostro, los ojos púrpuras admiran al nuevo nacido que sostienen en lo alto, donde el sol ilumina aún más su cuerpo. La escena es conmovedora y sonrío al observar el asombro en el rostro de mi hermana, recordando el momento justo en el que la sostuve por primera vez.
—Escuchas eso— murmura Axia, los dos aquita se comunican en una lengua que no entiendo y comienzan a mirar a todas partes, angustiados corren al lago con el pequeño que de la nada empieza a emitir quejidos.
—Que estarán diciendo—intento prestar más atención preocupada por la cría, pero Axia tira de mi brazo.
—Vámonos, ya me están asustando —tiene razón ya vimos bastante.
Nos damos la vuelta enredando en el cuello el largo cabello que poseemos y ayudo a mi hermana con los hilos para las nuevas del clan, corremos como cuando niñas y avanzamos por las tierras ajenas, evitando piedras y enredaderas. Reímos a carcajadas siendo cómplices de mis locuras y agradezco al viento por darme como familia a la mujer hermosa que corre a mi lado. El pelo se me traba con los pies y casi caigo, pero logro mantener el equilibrio y continúo la andanza.
La respiración agitada de Axia se detiene de pronto, alarmándome en el acto. Sus ojos se mueven hacia atrás, apenas dos segundos, y en ese parpadeo conozco el verdadero significado del miedo. No me da tiempo a reaccionar: una lanza silba en el aire y atraviesa su pecho desde atrás, rompiéndole el cuerpo con un golpe seco que la clava contra la tierra.
El grito que intento soltar se ahoga en mi garganta, convertido en un jadeo inútil. Los latidos de mi corazón me taladran el pecho como si quisieran escapar, siento un pitido ensordecedor que me desorienta, y en ese instante tropiezo, pierdo pie y mi cuerpo se desploma en una zanja cubierta de pasto. La caída me arranca el aire de los pulmones y me golpeo la cabeza contra una piedra que me hace ver estrellas; el mareo me sacude, la vista se oscurece por momentos, pero no lo suficiente para borrar la imagen que tengo enfrente.
Me arrastro como puedo entre el vómito y la sangre que me cubre el pecho. Mis manos tiemblan, mis uñas se hunden en la tierra húmeda, pero mis ojos no pueden apartarse del cuerpo de mi hermana. El metal aún incrustado en su cuerpo vibra con cada espasmo que le queda. La sangre tibia brota en oleadas y desciende hasta alcanzar mis hombros, empapándome, mezclándose con los hilos de seda que caen bajo ella. El olor metálico me inunda la nariz y me revuelve el estómago. Vomito otra vez, sin control, manchando mi propio regazo, pero el dolor es más fuerte que el asco: es como si me estuvieran arrancando un pedazo del alma a la fuerza.
El rostro de Axia se va apagando. La vida se le escapa de los ojos, que pierden su brillo segundo a segundo. Quiero gritar su nombre, pero la garganta se me cierra y lo único que sale es un sonido ronco, sofocado. Mis manos buscan aferrarse a algo, pero no alcanzan más que la hierba mojada.
El mundo parece callarse y oscurecerse con el mareo y la arcada que me provoca la imagen que transcurre despacio delante de mí, la expresión se le apaga en el rostro, los ojos pierden color y el cabello blanco como las nubes se comienza a opacar con los segundos. No puedo respirar, no puedo llorar, no puedo moverme y lo único que capto es el cuerpo de un Skaren. Su sombra lo cubre todo, inmensa, deformada, como si el bosque entero se inclinara a su paso. Su piel está marcada por heridas viejas, cicatrices que parecen mapas de batallas pasadas. Lo observo con los ojos abiertos de par en par, paralizada, incapaz de moverme, rogando al silencio que no me delate. El Skaren se inclina sobre Axia y con brutalidad le toma el cabello de un puñado. Lo estira hacia arriba como si ella fuera un simple trozo de carne. Yo jadeo, ahogándome en mi propio miedo. Quiero salir de la zanja, correr, abalanzarme sobre él, pero mis piernas no responden. La piedra que golpeó mi cabeza me mantiene mareada, atrapada en mi propio cuerpo.