Artemis

Donde termina la Nieve

—Mamá, deja de contarle esas historias a Inty, ya tiene 18 años— le reclama Maribel a su madre mientras organiza el closet de su hija.

—Te gustaban mucho esas historias cuando tenías su edad, así que no te hagas la inocente y déjanos ser felices.

—Abuela, ignora a mamá— la mencionada tuerce los ojos— no quiere que me la cuentes, pero ha doblado tres veces ese vestido para quedarse escuchando, así que continúa.

Las tres féminas ríen con complicidad y un trueno ruge a las afueras de la casa, apagando y encendiendo las luces.

—Por dónde me quedé antes de que la atrevida de tu madre interrumpiera— mira Mildred con dulzura a su nieta.

—Me contabas que las mujeres en sus bodas utilizan los velos largos blancos y brillantes simulando el cabello de las Asteris.

La señora mayor aplaude recordando y continúa la trágica historia de ficción que por generaciones se ha contado en su familia.

—Dos años después de la catástrofe de Axia, Artemis resurgió como el ave fénix que quema todo a su paso…

…..

El cielo muestra señales de la nueva estación y así como la vida y el mundo siguieron su curso durante dos largos años, también lo hice yo.

Han pasado dos inviernos y todavía escucho el crujido de aquella lanza atravesando a mi hermana, todavía huelo la sangre sobre mis hombros y veo la sombra del Skaren levantando su cabeza como un trofeo.

Años han pasado desde aquella mañana, sin embargo, cada noche despierto con la sensación de tener barro en la boca y vómito en el pecho, me he replanteado disímiles veces el porqué de no haberme levantado, de no haber hecho algo en ese momento y la respuesta es una pregunta que me abofetea cada vez que la pienso… ¿Qué habría hecho? Somos presas en un reino de depredadores, nacimos para enaltecer el curso de la vida, para representar en el futuro las vivencias del pasado, nunca se nos enseñó a luchar solo a correr y escondernos.

Aquella zanja fue eso precisamente, un escondite, una tumba abierta que me cuidó de la muerte y la razón por la que sigo respirando. Si hubiera quedado a la vista, ahora sería un cuerpo más, ennegrecido y vacío, como el resto de mi clan.

Me encontraron dos días después, inconsciente, con la frente abierta y la piel empapada de sangre que no era solo mía, el golpe y el trauma habían sido tan fuertes que me dejaron inconsciente todo ese tiempo. Fue una Mura quien me recogió de aquella fosa, una mujer de piel oscura y manos firmes que no dudó en cargarme como si fuera su propia hija. Nahara, una señora de 50 años con marcas de guerras por todo el cuerpo, con ojos dorados y cabello afro espeso.

Recuerdo despertar en su hogar: una choza de barro endurecido en medio del Valle de las Brasas, donde el suelo nunca deja de exhalar humo y el aire huele a madera quemada. El calor era sofocante, pero después del frío del Jardín se sentía como un alivio extraño. Nahara me observaba día a día con esos ojos ámbar que parecen contener una chispa permanente, me hablaba y explicaba historias con las manos, historias que no entendía ni intentaba comprender. Pasé un mes sin emitir sonidos vocales, solo escuchándola hablar en un idioma completamente extraño del cual desconfiaba. Me abrí poco a poco como un animal herido, sané gracias a sus cocimientos y a sus constantes intentos por tratarme. Aprendí el idioma con mucho esfuerzo, encerrada en cuatro paredes aislada del exterior y la primera frase que le entendí fue:

—Vas a vivir, pero si quieres seguir haciéndolo, tendrás que aprender a ser otra.

Pensé que se refería a mi mentalidad mansa en aquel entonces, pero con el tiempo comprendí que no hablaba de mi cuerpo herido o mi actitud, sino de todo lo que yo era y lo que representaba. Las Asteris somos blancas, visibles incluso en la penumbra, cada cabello en nuestra piel es blanquecino como la nieve a finales de año, convirtiéndonos en faros de vida, demasiado fáciles de reconocer para los Skaren o cualquier otra especie que ronde sobre nosotros. Y yo era la última que había quedado allí.

El Jardín de los Capullos, el hogar de mi gente, ya no existe. Lo arrasaron, donde antes revoloteaban las mariposas albinas, solo queda polvo esparcido como cenizas, los pequeños cuerpos de las mariposas fueron masacrados impidiendo el ritual ancestral de nuestro nacimiento, ninguna tuvo tiempo de iniciar el proceso de enraizamiento y los capullos que ya estaban formados fueron arrancados de las tierras y quemados. Recuerdo haber vuelto allí, tiempo después, cuando mis heridas habían cerrado lo suficiente para sostenerme en pie. El aire olía a podredumbre y ceniza. Las pocas Asteris que lograron huir dejaron huellas apresuradas, pero las que no… las que no tuvieron esa suerte yacían en el suelo, ennegrecidas, con la piel quebrada como cera derretida a punto de volverse viento. Sus largos cabellos blancos habían desaparecido, arrancados desde la raíz sin piedad.

Era un jardín de fantasmas. No de flores. No de mariposas. Solo de cuerpos vacíos. No volví después de eso, me rehúso a mirar dos veces la misma hoguera y que duela el triple. Perdí a mi hermana, a mi gente, a mi hogar, y conocí un nuevo sentimiento al que Nahara le puso nombre, odio, un insaciable odio hacia una raza que nace de la oscuridad y el maltrato.

Fue la última vez que el suelo probó mis lágrimas, porque Nahara me levantó de allí y me llevó de nuevo a su reino, dispuesta a formar una nueva especie, una Asteris evolucionada y fuerte.




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