Arthak

Capítulo 1 - Agastharia

Las torres de Agastharia no se desplomaban, se partían con un grito sordo, como vértebras quebradas en la penumbra. Cada piedra al caer arrastraba polvo brillante, restos de vitrales que habían reflejado fiestas y oraciones.

El cielo, ennegrecido y cargado de humo, parecía inclinarse para mirar la ruina de su ciudad favorita. El aire olía a hierro fundido, ceniza húmeda y sangre recién expuesta.

Sobre la torre más alta, ya inclinada como un coloso moribundo, Arthak se aferraba a los sillares rajados. El viento, cargado de brasas diminutas, le golpeaba la capa hasta arrancarle jirones. Su respiración era humo frío, no temblaba por miedo, sino por la presión de contener esa sombra viva que le corría bajo la piel.

Detrás de él, Aran, el líder de Helden, ascendía a saltos que parecían relámpagos.
Sus ojos brillaban con luz incorrupta, y cada movimiento de sus manos lanzaba ráfagas incandescentes que reventaban la piedra a su paso.

Un disparo de luz rozó a Arthak y le arrancó parte de la hombrera, fundiéndola al instante.
El estruendo reverberó por toda la ciudad, como si mil campanas tañeran a la vez un réquiem de hierro.

Cada rayo de Aran era un sol en miniatura que devoraba ladrillos, hervía el aire y hacía vibrar las torres más lejanas. Los relámpagos no sólo iluminaba sino que dejaban cicatrices en el cielo, quemaduras blancas que no se apagaban enseguida. Era el poder de Azakiel, el octavo arcángel, canalizado por el hombre que una vez fue camarada de Arthak.

El renegado se lanzó al vacío un latido antes de que la torre cediera con un crujido. Su capa se abrió como alas desgarradas de un cuervo en fuga.
Mientras caía, extendió la manga derecha y un torrente de niebla negra brotó de su brazo, hirviendo como humo vivo, rugiendo como agua que toca metal al rojo.

El chorro golpeó a Aran de lleno, lo envolvió en un velo de sombra que crepitaba, y arrancó parte de su armadura luminosa, dejando el torso al descubierto con un resplandor quebrado y palpitante.

—¡Arthak! —rugió Aran, con la voz quebrada entre furia y súplica—.
Vuelve al equipo y olvidaré tus locuras.

Arthak lo miró sin pestañear, el rostro endurecido como piedra.

—Prefiero morir que someterme a tu falso liderazgo.

Detrás de él, la sombra latió como un corazón negro, estremeciendo el aire.
Kaylian, el demonio al que todos temían y que creían su amo, respiró desde lo hondo de sus venas como un incendio contenido.

Aran, con los labios tensos, reunió luz en su brazo derecho hasta volverlo un faro ardiente.
De él surgió una lanza de pureza blanca, luminosa como el día recién nacido.

Avanzó con la velocidad de un relámpago, cortando el viento como espada sagrada.
En el trayecto, una lágrima rodó por su mejilla, no de miedo, sino de decepción.

El choque fue brutal.

Sombras y luz estallaron en una explosión que derrumbó lo que quedaba de los cimientos.

La onda expansiva apagó hogueras y arrancó las últimas campanas de las torres.

El eco recorrió toda la ciudad, y Agastharia, antaño un paraíso de comercio y torres de cristal, quedó reducida a un campo de ruinas humeantes.

Arthak aterrizó sobre los restos de la plaza central, el humo abrazándole el rostro como un pañuelo de duelo. A su alrededor, la ciudad muerta testificaba la arrogancia de Helden y la ceguera de Aran.

El líder de Helden, tambaleante pero aún erguido, levantó el rostro deformado por la ira.

—¡No te perdonaré lo que le has hecho a la ciudad!

—La ciudad son las personas —replicó Arthak con fría serenidad—. Y ellas están a salvo.

Avanzó y descargó un puño envuelto en sombras sobre el rostro de Aran.
El líder salió despedido, abrió una grieta en la piedra y su piel comenzó a ennegrecerse, consumida por la tiniebla.

Arthak no titubeó, alzó la mano y convocó dagas de oscuridad, tantas que parecían un enjambre de estrellas muertas. Las lanzó con un solo gesto.
Aran apenas logró erigir un muro de luz, pero la barrera fue atravesada y su cuerpo cayó, rendido, frente a su adversario. El renegado sonrió con amargura. Había entrenado en secreto toda su vida para este instante, para superar al líder que nunca lo aceptó.
Con la mente levantó el cuerpo maltrecho de Aran, obligándolo a arrodillarse.

—Admite tus errores. Póstrate ante mí y recuperarás tus fuerzas.

Aran lo miró con odio seco.

—Tengo el poder de Azakiel… jamás me arrodillaré ante un demonio.

Arthak lo atravesó con un estilete negro que dejó un hilo de sombra al retirarse.

—La diferencia entre un ángel y un demonio —dijo en voz baja— es la capacidad de elegir.

Y yo he elegido.

Si eso me hace un demonio… entonces lo soy.

El silencio posterior pesó más que los escombros.




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