Arthak

Capítulo 5 - Entre llamas y sombras

El mercado del distrito sur de Agastharia ardía todavía, aunque no quedaban vendedores ni clientes. El fuego había consumido la mayoría de los toldos y ahora lamía los escombros con llamas bajas, anaranjadas, semejantes a lenguas de animal hambriento.
Los puestos de madera calcinados se doblaban como esqueletos carbonizados, y las frutas podridas desprendían un olor dulzón que se mezclaba con el humo acre de telas quemadas.

El aire vibraba con el crepitar de brasas y el zumbido tenue de los postes de energía que aún chisporroteaban, cortados por los combates de días atrás. Una brisa nocturna empujaba las cenizas en espirales lentas, y los carteles pintados con precios en tiza se deshacían en polvo al tocar el suelo.

Arthak avanzaba con paso contenido entre los restos, la capa sucia rozando el barro ennegrecido. Su silueta se recortaba contra las llamas lejanas, oscura y firme como una estatua que hubiera decidido caminar. Sus ojos se movían atentos, no buscando enemigos, sino testigos escondidos entre las sombras del mercado muerto.

De pronto, un silbido seco cortó el aire. El humo se abrió en un arco incandescente:
una lanza de fuego le pasó rozando el hombro y estalló contra un carro volcado, haciendo estallar lo que quedaba de aceite rancio en el suelo.

Desde el extremo opuesto de la plaza, Nerea emergió de entre los restos de un almacén calcinado. La luz de las llamas bailaba sobre su armadura ennegrecida, arrancando brillos cobrizos a las placas chamuscadas. Su cabello, liberado del casco, parecía prenderse con el resplandor rojizo del fuego que la rodeaba.

Su mirada ardía tanto como las llamas que formaban una aura ondulante alrededor de su cuerpo.

—¡Asesino! —gritó con un tono que mezclaba furia y duelo—.
¡Pagarás por Aran!

Arthak se giró lentamente. Su sombra se alzó tras él como un velo líquido, densificándose hasta formar un muro oscuro. El proyectil de Nerea rebotó contra aquella barrera, levantando chispas y una onda de calor que hizo vibrar los cristales rotos de las ventanas cercanas.

—No soy yo quien destruyó esta ciudad —respondió con voz serena, aunque sus ojos tenían un brillo afilado—. Fue Aran… con su obediencia ciega.

Nerea apretó los dientes, y las llamas a su alrededor se elevaron como estandartes de guerra.

—¡Mentiras! —rugió, lanzándose hacia él.

El choque fue inmediato, fuego contra tiniebla, calor contra frío.
Cada golpe de Nerea incendiaba el aire, dejando estelas rojizas, mientras
cada contraataque de Arthak abría grietas oscuras en el suelo, de donde surgían cadenas de sombra para intentar sujetarla.

Los puestos derrumbados explotaban cuando las llamaradas chocaban contra los restos de aceite y alcohol almacenados. El humo se volvió más denso, y los destellos anaranjados iluminaban las figuras de ambos combatientes como si fueran dioses de antiguas leyendas enfrentándose en un templo en ruinas.

Nerea giró sobre sí misma, lanzando un látigo de fuego que cortó una columna de piedra.
Arthak bloqueó el golpe con un escudo de sombras que se agrietó por el calor, pero resistió. Se desplazó a un costado con un salto casi espectral y abrió a su paso pequeños portales de oscuridad que absorbían las brasas para evitar que se extendiera el incendio.

—Míralo —dijo Arthak en medio de un parpadeo de calma—. Mira lo que nos obligó a hacer Aran. Estas cenizas no son solo tuyas ni mías. Son su legado.

Nerea no respondió con palabras, pero una lágrima breve rodó por su mejilla y se evaporó antes de llegar al mentón. Su siguiente ataque fue un estallido de llamas circulares que obligó a Arthak a retroceder hasta quedar arrinconado entre dos pilares derruidos.

En un instante de respiro, Arthak sacó de su túnica un rollo de pergamino oscuro. Lo lanzó hacia ella, atravesando el humo. Nerea lo atrapó por instinto, lo desenrolló y examinó.

Sus ojos se clavaron en los símbolos dibujados con tinta carmesí.

—¿Qué… es esto? —murmuró, incrédula.

—Pruebas —contestó él— de que Azakiel nunca nos quiso como héroes… sino como armas.

La duda se reflejó en el temblor de sus manos, y el fuego que la rodeaba titiló, debilitado por la confusión. Por un momento, el ruido de la batalla se redujo al chisporroteo de los restos ardiendo.

Pero el recuerdo del cuerpo de Aran sobre la piedra, su sangre luminosa apagándose bajo la sombra, le devolvió la furia. El fuego volvió a erguirse a su alrededor, rugiendo como fiera despierta.

—No te creo —dijo con la voz quebrada pero firme—. Todo lo que dices… son mentiras.

Se lanzó otra vez al ataque, con renovada rabia. Arthak bloqueó, esquivó y retrocedió, pero esta vez no contraatacó. Sus sombras solo defendían, como si su única meta fuera evitar herirla.

Finalmente, con un gesto rápido y apenas perceptible, Arthak se dejó envolver por su propia oscuridad y desapareció en un parpadeo, dejando a Nerea sola en el centro de la plaza ardiente.

El pergamino tembló entre sus dedos agarrados a una verdad a medias o una mentira incierta. El fuego que la rodeaba se redujo a brasas dispersas.
Y Nerea apretó sus labios para evitar pronunciar insultos o juramentos. Se limitó a guardar silencio, mientras una semilla de duda se enraizaba en su corazón.




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