Arthak

Capítulo 6 – El Sello de Azakiel

Al dejar atrás el mercado incendiado, Arthak se adentró en los límites exteriores de Agastharia, donde la ciudad se convertía en un laberinto de galpones abandonados, hangares derruidos y bosques que parecían engullir lo que quedaba de los barrios viejos.

El cielo nocturno se tornaba de un azul negruzco, surcado por nubes bajas que ocultaban las estrellas. El silencio, denso y expectante, fue interrumpido por una serie de destellos violáceos que iluminaron el camino entre los árboles. Arthak se detuvo, reconocía ese brillo.

En un claro abierto por la caída de antiguos pinos, círculos arcanos flotaban en el aire como ojos de otro mundo que lo observaban en silencio. Eran inscripciones en una lengua antigua que se movían como cardúmenes de peces luminosos, abriéndose y cerrándose en espirales.

Sentado sobre el tronco de un árbol caído, aguardaba Blaz, el invocador.
Su silueta esbelta estaba cubierta por una túnica raída, pero la piel de sus brazos y cuello brillaba débilmente con tatuajes vivos, líneas que latían al ritmo de su pulso.
A su alrededor, los círculos arcanos giraban como satélites inquietos.

Cuando alzó el rostro, sus ojos tenían un resplandor acerado, sin rastro de rencor visible, solo una serenidad gélida.

—Siempre fuiste un insurrecto, Arthak —dijo Blaz con voz baja pero tan clara que resonó en el claro como si el bosque la repitiera—. Y ahora yo soy tu verdugo.

Alzó un dedo y los círculos se encendieron con fulgores carmesí.

De ellos surgieron lobos de sombra con colmillos de cristal, que cayeron al suelo con un rugido ronco. Otros círculos dieron forma a aves gigantes de plumaje hecho de brasas y hollín, que levantaron una nube de ceniza con sus alas.
Por último, el mayor de todos se abrió como un portal rasgado en el aire, y de allí emergió un dragón espectral de hueso y humo, cuya respiración encendía el rocío en el suelo como si fuera pólvora.

Arthak se cuadró en silencio. La sombra que lo seguía se alzó tras él, estirándose como un gigante informe que respiraba a través de su espalda.

—¿Así es como me recibes? —dijo con un dejo de ironía.

—Así es como termino lo que comenzaste —replicó Blaz.

El rugido del dragón dio inicio al combate.

Los lobos cargaron primero, moviéndose como manchas líquidas entre los troncos.
Arthak invocó cadenas de tiniebla que se arrastraron por el suelo como serpientes hambrientas, enlazando a los dos primeros y estrellándolos contra un roble caído.
Se deshicieron en humo, pero de los círculos arcanos surgieron otros tres para reemplazarlos.

Una de las aves descendió en picada, con el pico envuelto en brasas,
Arthak se giró a tiempo y abrió un portal de sombra delante de ella.
La criatura atravesó el portal y salió por otro a su espalda, donde fue atrapada por una ráfaga de cadenas que la aplastó contra el suelo.

El dragón avanzó con un rugido tan grave que el suelo tembló, desprendiendo polvo de las raíces expuestas. Arthak concentró sus sombras en las palmas y las lanzó como lanzas negras que se clavaron en el costillar espectral del monstruo. La bestia se estremeció pero no se detuvo, exhalando una nube ardiente que convirtió en brasas la maleza a su alrededor.

Blaz se mantenía inmóvil, con los ojos cerrados, controlando a las criaturas con los gestos de sus dedos. Su voz, apenas un susurro, entonaba frases en un idioma olvidado, alimentando con cada palabra el vigor de las invocaciones.

Arthak entendió que la clave no era el dragón ni las bestias: era romper la concentración de Blaz. Se abrió paso entre las criaturas, bloqueando zarpazos y esquivando mordidas, con la capa hecha jirones y las dagas negras brillando con un resplandor enfermizo.
A cada paso, el bosque se iluminaba con destellos breves de chispas y relámpagos de energía oscura.

—No me obligues a matarte, Blaz —advirtió Arthak, jadeante.

—No me obligues a dudar de lo que juré —replicó el invocador.

Antes de que pudieran continuar el intercambio, el cielo se rasgó con un estruendo como de cristal partiéndose. Un rayo de luz descendió con violencia y se clavó a pocos pasos de ellos, levantando una onda que apagó por un momento las llamas de los círculos arcanos.

De la brecha surgió un ángel menor, con alas blancas moteadas de luz dorada, armadura de tonos nacarados y una espada cuya hoja vibraba con un zumbido que cortaba el aire.
Su rostro no mostraba emoción, era obediencia pura hecha carne.

Sin pronunciar palabra, el ángel arremetió… contra ambos.

—¿Qué es esto? —rugió Blaz, retrocediendo mientras una de sus aves era atravesada por la espada y se desvanecía en humo.

Arthak esquivó un tajo descendente y respondió entre dientes.

—Los celestiales ya no confían ni en ti.

La batalla se volvió un caos de tres frentes: sombras contra bestias, bestias contra ángel, ángel contra todo. El bosque ardía en puntos dispersos mientras las raíces levantadas servían de parapeto y obstáculo.

El dragón espectral lanzó un coletazo que derribó un árbol entero, obligando al ángel a batir alas para no ser aplastado. Arthak aprovechó el instante para invocar un portal oscuro bajo los pies del ser celestial. Las sombras se alzaron como manos, lo atraparon por las piernas y lo arrastraron hacia el vacío, sellando el portal tras de sí con un destello negro.




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