Samantha Sklaer vivía en un orfanato a las afueras de Edimburgo. A pesar de que vivía allí desde que tenía memoria, en ocasiones le parecía “recordar” lugares, voces, rostros, pero siempre terminaba reprendiéndose a sí misma. Sabía perfectamente que no tenía familia y por alguna extraña razón ninguna de las parejas que iban a buscar niños para adoptarlos, la habían considerado.
También había momentos en los que se sentía observada, más, aunque miraba cuidadosamente a su alrededor, nunca veía a nadie. De modo que no sabiendo a qué obedecía aquella sensación, terminó por acostumbrarse a ella.
Había otro asunto que la mortificó durante mucho tiempo y para el que nadie encontró nunca una explicación razonable. En ocasiones Samantha presentaba moretones, rasguños o contusiones sin origen conocido. La hicieron examinar por el médico del orfanato y éste terminó por concluir que la niña sufría accidentes y se negaba a informarlo, pero ella sabía que no era cierto. Además, experimentaba extraños cambios de humor que nada tenían que ver con lo que sucedía a su alrededor. Finalmente terminó por acostumbrarse a aquello también y sumarlo a la lista de cosas extrañas que solían sucederle.
En general Samantha era una niña tranquila y pasaba mucho tiempo en los prados que rodeaban el orfanato. Sin embargo, sus compañeros habían aprendido a respetarla e incluso a temerla. La razón de esto era que Samantha muy rara vez se molestaba con nadie, pero en las escasas ocasiones en las que lo había hecho, las consecuencias habían sido desastrosas para quienes la habían provocado. Otra cosa que parecía despertar cierto recelo en los demás, era el extraño color de sus ojos, pues estos eran de un violeta intenso cuando estaba molesta, y más claro, en su forma natural, pero todos coincidían en que parecía que pudiese verlos “por dentro”.
Había una persona muy especial en el orfanato y a la que quería mucho, la madre Cecilia. Ella le tenía especial cariño y era la que le decía que sus padres se habían ido al cielo, pero, aunque se había pasado la vida mirándolo, no lograba verlos. Las monjitas eran muy buenas y la querían mucho, sobre todo la madre Cecilia, pero ella nunca había logrado sentirse parte de ese lugar, ella sabía que era diferente, pero desde que podía recordar había tratado de que no se notara mucho, especialmente desde que la madre Teresa había entrado en su habitación y había visto algunas cosas volando por la misma, la religiosa había salido corriendo en busca del padre Joseph, pero por suerte la que vino fue la madre Cecilia. Había tenido una larga conversación con ella, le había preguntado si tenía algo que ver con lo que había pasado, a la madre Cecilia no podía mentirle y no quería hacerlo, así que le dijo que sí.
La madre le explicó que no había nada de malo en ella, pero que era mejor que no hiciera esas cosas, porque asustaba a los demás; la pequeña no entendió por qué debían asustarse, pero la madre era tan buena con ella que no quiso contrariarla y a partir de entonces, no es que había dejado de hacer cosas extrañas, pero procuraba que nadie la viera, pero aún así la madre Teresa evidenciaba que no la quería.
En ese lugar no podían hacerse muchos amigos, habían niños que llegaban y se iban, unos duraban más tiempo que otros, pero finalmente se iban también. Incluso Mary, una niña de su misma edad que había permanecido casi tanto tiempo como ella, hacía poco también ella se marchó.
En la escuela les enseñaban muchas cosas, a ella le encantaba estudiar y aprendía muy de prisa, pero lo que más le gustaba era leer, le encantaban los cuentos que hablaban de castillos y princesas, de brujas, dragones y aventuras. Dos o tres veces al año los llevaban de paseo a algún lugar interesante, y en uno de esos paseos, los llevaron a un antiguo castillo, ese día fue tremendamente divertido, había visto un fantasma, lo había seguido y había hablado con él, claro que el fantasma quiso burlarse de ella diciéndole que si lo podía ver, era porque ella era una bruja, solo se lo contó a la madre Cecilia y ella se rio mucho.
El único amigo que había hecho Samantha en aquel lugar, no sería considerado como uno por nadie, pues se trataba de un hermoso ejemplar canino que más parecía un Lobo que un perro, pero durante un tiempo, pensó que aquello también era algo que solo imaginaba, pues nadie más que ella parecía poder verlo; sin embargo, después dejó de cuestionarse el asunto y continuó jugando o simplemente hablándole, y de hecho, aunque ella no lo sabía o simplemente no estaba en capacidad de entenderlo, cuando estaba muy triste y después de hablar con él, siempre se sentía mejor.
Una mañana Samantha despertó muy contenta, era su séptimo cumpleaños, y aunque no habría una celebración como tal, ya que en el orfanato no se acostumbraba a ello, tenía una extraña sensación de anticipación. Salió de la cama, se bañó, se puso su uniforme y bajó a desayunar.
El austero comedor presentaba un aspecto algo más alegre, se acercaba la navidad y habían comenzado a decorar para la fecha, lo que daba cierto toque de alegría a aquel sombrío lugar.
Casi había terminado de desayunar cuando una de las cuidadoras se acercó y le informó que la Señora Pitt la esperaba en su despacho. Aquella noticia no le gustó para nada. La Señora Pitt era la directora del centro y las veces que la había llamado a su despacho, siempre era por algún asunto desagradable. Más en los últimos días no había sucedido nada que ella pudiese recordar y que mereciera un llamado de aquella desagradable mujer.
Terminó su desayuno y subió. Llamó a la puerta y recibió la orden de entrar. Cuando abrió la puerta notó que la directora no estaba sola, por lo que se excusó y comenzó a retirarse.
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Editado: 23.07.2022