Cuando los primeros sonidos de la batalla, semejantes a un estruendoso trueno, llegaron a los oídos de Alicia, el miedo atravesó su corazón, acelerando sus latidos. Permanecía en el umbral de su hogar, observando a sus hijos jugar despreocupadamente en el patio, sin imaginar los horrores que se avecinaban. La ciudad de Cartago, antes llena de vida y alegría, se transformaba ahora en una arena de guerra despiadada. Alicia era consciente de que su deber como madre era proteger a sus hijos, pero con cada golpe de tambor de las legiones romanas su determinación se tornaba cada vez más frágil.
Respiró profundamente, intentando reunir sus pensamientos.
—¿Dónde encontrar refugio? ¿Qué recursos podremos conseguir? —se preguntaba, esforzándose por no ceder al pánico. Alicia sabía que debía actuar con rapidez. Recorrió calles que antes rebosaban risas y alegría y que ahora estaban vacías, como olvidadas. Cada paso era pesado, pues la atmósfera estaba impregnada de miedo e incertidumbre.
Al encontrarse con una vecina que también buscaba refugio, Alicia percibió cómo su ansiedad compartida creaba un vínculo invisible.
—Debemos encontrar un lugar donde podamos permanecer juntas —dijo, tratando de animar tanto a sí misma como a su compañera.
Otras madres que se unieron al grupo compartieron sus miedos y experiencias, relatando cómo habían intentado proteger a sus hijos, cómo reunían alimentos y agua, escondiéndose del peligro.
Alicia las escuchaba, sintiendo cómo el miedo y la determinación se entrelazaban en su alma. Veía en los ojos de aquellas mujeres el mismo deseo que la impulsaba a ella: proteger a los hijos, aunque eso implicara arriesgar la propia vida.
—No estamos solas —pensó, y esa certeza le daba fuerza. Juntas se habían convertido en una comunidad que luchaba por sobrevivir en medio de la crisis.
Mientras discutían posibles refugios, Alicia volvió a sentir cómo su corazón latía con fuerza. Pensaba en sus hijos, en cómo dormían sin conocer el peligro que se acercaba. Su madre siempre le decía:
—La verdadera fuerza de una mujer se demuestra en su capacidad de proteger a quienes ama.
Esas palabras resonaban en su mente, impulsándola a actuar.
De repente, apareció un hombre doblando la esquina, gritando sobre el peligro:
—¡Los romanos vienen! ¡Todos a los refugios! —su voz retumbaba como un trueno rompiendo el silencio.
Alicia sintió el frío sudor recorrer su espalda. Comprendió de inmediato que el tiempo se había agotado.
—¡Rápido, hijos! —llamó, apresurándose a regresar a su casa por ellos.
Al llegar, sus hijos, primero asustados, pronto comprendieron que algo estaba mal.
—Mamá, ¿por qué estás tan preocupada? —preguntó el hijo menor, con ojos llenos de confianza.
Alicia se detuvo a mirarlos y, en ese instante, supo que su miedo no debía transmitirse a ellos.
—Todo estará bien, mis queridos. Solo vamos a un lugar seguro —respondió, esforzándose por ocultar la ansiedad en su voz.
Salieron de la casa, uniéndose a otras familias que también buscaban refugio. Las calles se llenaron de personas corriendo en distintas direcciones, buscando un lugar seguro. Alicia sentía cómo su corazón latía al compás del caos que los rodeaba. Sabía que debía mantenerse fuerte, incluso cuando el miedo se infiltraba en sus pensamientos.
Finalmente, el grupo de madres encontró un viejo sótano que alguna vez había servido como almacén de alimentos. Se apiñaron dentro, tratando de acomodarse en el espacio reducido que se convertiría en su refugio temporal. Alicia abrazó a sus hijos, intentando calmarlos, mientras las demás madres discutían cómo podrían compartir los recursos si la guerra se prolongaba.
Ese momento de unión se volvió crucial para Alicia. Comprendió que incluso en los tiempos más oscuros, cuando el miedo y la desesperanza dominan, la humanidad puede mantenerse. Alicia sabía que la lucha por la supervivencia apenas comenzaba, pero en su corazón nacía la esperanza: la esperanza de que juntos podrían superar cualquier adversidad.